23 de abril de 2010

TATUAJE DE MAR

TATUAJE DE MAR Y TIERRA.

En mi pobre corazón de arena hay un viejo marino, lo que afirmo por haber navegado, durante muchos años, por todos los puertos de América, por haber cruzado muchos mares, pero, afirmo, ninguno como este donde he visto aparecer al Ser de las aguas y sus seres, donde tengo mi hogar y más no quiero yo, sobre unos acantilados de la Caleta de los Pescadores de San Pedro de Cartagena. Por eso nada más afuera deseaba conocer, sabiendo que podía siempre gozar de nuevo de aquello que era mío; reclinarme en estos horizontes como sobre un regazo o tirado en las algas finas a la orilla del mar entre las rocas, al abrigo del canto de las gaviotas, y la conversación de las focas acompasada con el aplauso gracioso de sus brazos alados. Aquí se me ha dado descubrir el mar en toda la enorme estatura de su porte como lo vi una vez hace muchos años, según recuerdo vagamente, corriendo a la orilla de las aguas, explorando grutas y persiguiendo pájaros marinos, entonces fue que vi cuando Caicalvilú el Ser de las aguas se hizo presencia anunciado por el movimiento de su manto, y precedido por su corte de seres, cuando en toda la inconciencia de la niñez, o conciencia, no sé, durante el terremoto de 1960 me atreví a bajar los mismos acantilados y acercarme y tocar su manto. No me dañó un pelo; entonces menudo como pájaro, desligado de la felicidad, aún sin razón ni canto, ni alegría, sentí para mi solo las aguas y el mar, para mi solo el universo. Ahora, confieso, vi también embriagado por las mismas orillas, con el mismo color de espuma y también las aguas desplomándose desde sus alturas como una torre herida, encrespado el mar saliéndose de sus raíces con un solo golpe, quebrando el espacio. Así, desde antes data el recuerdo de esta abrasadora sed que me ha arrebatado. Con mi propia sangre detenida en su propia tempestad, entre juncos y lavandas que crecen de las piedras, mientras sentía esa fuerza como un toro dividiendo mi pecho. Ahora como entonces sorprendido del canto del mar con su clamor de repente, tenso como el arco o el látigo violento.

He visto la bravura del mar cantando desde sus profundas cuencas, donde vive el Ser de las aguas y su corte, más abajo de lo explorado donde no existe ni tierra, ni aire, ni fuego, sino una materia que las contiene a todas, y ruta obligada a través de la cual no se puede navegar ni transitar. En la zona oscura del día y de la piedra, desde ahí el mar cuando nosotros apenas éramos semilla de materia sin memoria, donde el Ser de los símbolos tiene su reino, existiendo siempre, desde antes este Señor de los seres submarinos suele visitar la tierra que despierta con aventuras geológicas impredecibles. En este día inmediato a la luna llena de finales de febrero el Ser enseñó la expresión de su fuerza, luego que se salieran las aguas en los mares del sur de Chile hasta frente a mi ventana bajo los altos acantilados en las aguas de Santiago la Capital, en línea recta subiendo a la cordillera de Los Andes sagrados. Aquí he conocido el mar definiendo la vida. En la terraza de mi hogar construido en la piedra bruta, sobre las rocas altas, he vivido también el pleno temblor metafísico, según pienso, inspirándome humildad y temor apacible. Me he visto protestando la transfiguración hacia la felicidad mortal con esa racha de dolores humanos, oculto en el besador mentiroso de la Tierra. Como pequeños presagios, en estas azulinas postrimerías del verano austral, por el medio día trabajando callado, oí a unos niños jugar soplando caracolas de mar con que imitaban el rugir de las olas en la tormenta, de inmediato he visto desde la terraza de mi hogar, sobre mi cabeza, nubes de púrpura transcurriendo como grandes peces o alas de ave grande que cruzaron, sin ruido, el morado crepúsculo. Con noche cerrada fue que todo se remeció y en el lejano horizonte del mar, plateado por la luz de la luna llena, los pescadores en sus botes iluminados trabajando sus redes, no supe si iba hacia ellos o ellos venían hacia nosotros. Mi pequeño fox-terrier Obama y la fuerte mestiza Lucrecia ladraban al mar con furia salvaje, cuando los arcos, pilares y cadenas envigadas de la terraza donde nos refugiamos, comenzaron a cruzar volando entre nosotros, toda en ruedo la vida, al menos eso parecía el instante en que el canto gutural del mar se oyó y su furia sonora quebró la materia de un golpe, entrándose las aguas para devolverse en olas rudas y breves que se devolvían con cuanto encontraban en las orillas, estirándose y retrocediendo en un instante con cada vez más fuerza física y sonora. El terremoto hizo una sola cosa del mar y la tierra, el aire, la terraza y nosotros, tatuando las cosas en una sola, sin posibilidad de distinguir alguna de otra, como bestia ensordecida que al grito no responde. Inconsciente, llevado por la impresión, desde la terraza de mi hogar, con mis perros sin dejar de ladrar escondidos entre mis piernas que sentía como rieles hundidos en la arena, entonces fue que observé la corte con sus propios sentidos de seres submarinos que anuncian al Ser del mar, Caicavilú el Todopoderoso de las aguas, de cuyo manto es la materia de las aguas bravas caminando por los barrios de mi pueblo.

Resultó que el mar dejó descubierto su fondo, diría que unos mil metros desde la orilla de los acantilados se recogió en sí mismo; dejando al descubierto lo que fue el primer puerto español en Chile envuelto en un destello anaranjado que brillaba sobre murallas roídas por las aguas y el reflejo plateado de la luna sobre numerosas construcciones de piedra blanca, bloques enormes de lo que es sin dudas mármol de la zona, algunos fragmentos demasiado grandes para ser abarcados con una sola mirada, cuando no de pura piedra pulida por el roce de las aguas enteramente cubiertos de incrustaciones y algas verde-esmeralda, cortas y finas como cabello, que con el desplazamiento súbito de las aguas fueron descubriendo una arquitectura esmerada, en que resaltaba lo que semejaba el escenario de un teatro de piedra muy pulida, que pareció ser la explanada del muelle principal por su ubicación entre dos enormes diques destruidos, ubicados a unos cinco o seis metros bajo el agua según la arena que removió el mar en fuga a partir de las rocas bajas de los acantilados. Descubrí nuevas ruinas a medida que retrocedía el mar y se despejaba la niebla de jade claro en la profundidad develada y más obscuro arriba. Descubrí que la mancha negra que solía divisar insinuada en el mar en día claro, son dos enormes bloques de piedra que anuncian lo que semeja la cúpula de una torre perfectamente redonda enterrada en la arena: es verdad lo que describían nuestros mayores de las construcciones macizas que se había tragado el mar en el siglo XVII, en que sobresalía una torre deslumbrante de un tamaño suficientemente elevado como para servir de señal a los navíos por muy alejados que estuvieran; alrededor se ven estructuras de piedra finamente talladas; ahora entiendo que desde mi terraza era visible el malecón hundido que rodeaba el puerto, yo diría que de unos sesenta metros de ancho, y en él destacando numerosas arcadas del que parte lo que parece ser parte del muelle. Y sobre los enormes bloques de piedra son perfectamente visibles columnas derribadas que parecen de plata, no sé si por el reflejo de la luna llena en la roca o por semejar la textura del mineral. Diviso más allá un conjunto de columnas que parecer ser parte de un solo edificio, por fragmentos enormes de piedras talladas, cubiertas de un depósito calcáreo y musgos como el resto, pero perfectamente reconocibles por el largo y su forma redondeada sobresaliendo perfectamente en la arena verde y azul del fondo marino. Desde mi terraza hasta lo que el mar dejó descubierto esos minutos, es obvio que los grandes monolitos pulidos y gastados por el agua fueron tallados de un modo particular, como elementos de un colosal juego de construcción, en que de modo alguno logré divisar algo que pareciera una forma humana o animal tallada en la piedra, seguramente se han puesto irreconocibles con la acción de la calcarie que las reviste y las algas, existiendo enormes extensiones en especial cubiertas de huiros finos, cochayuyo y coral blanco. Igual alcanzo a divisar formas en piedra que me parecen ánforas, jarros, otras semejan platos o fuentes, y sin dudas restos de alfarería con asas muy graciosas de curvas delineadas por la luz de la luna, todas muy limpias por la protección de la arena que las ha dejado al descubierto. A lo largo de estas costas no existía ningún puerto seguro, excepto este donde desde antes de la llegada de los españoles ya estaba construido, por los primeros chilenos que habitaban esta zona unos 4000 años, de quienes sabemos muy poco, excepto que también construyeron el Reloj de Piedra del sol de Santo Domingo a cuarenta minutos por las orillas de los acantilados, antes del vecino puerto de San Antonio, donde se trasladó oficialmente este puerto principal luego del terremoto que lo hundió. Le he visto emergiendo de la arena, brotando de las rocas submarinas, intacto, hipnotizante, por unos instantes iluminado por la luz de la luna.

Luego junto con volver las aguas en olas de varios metros, con el maremoto fue que el cortejo del Ser del mar Caicavilú se apareció desde el límite de mi campo visual, emergiendo como una silueta fantasmal avanzando lentamente, muy erguida: la aparición brota de la penumbra y se hace visible, en un instante, sobre lo que parecía un río de piedras entre los remolinos cruzando las aguas, cruza la corte precedida por un gran animal, el soberbio dragón, impactante tirando fuego por su hocico, con su cuerpo alargado de tronco grande, levemente elevado del mar furioso, con sus grandes membranas a manera de alas que le permiten desplazarse por el aire a ras de las aguas. A ratos adaptado perfectamente a su cualidad también acuática, con sus cuatro extremidades transformadas en aletas nadando impulsado por ellas y con su cola, larga y robusta. Es un animal grande como un dinosaurio, pero no más, sin embargo irradia una fuerza que abre a su paso todo de par en par. Siento que en el mar, la tierra o el aire no hay animal que pueda competir con él por el alimento o el espacio vital o que pueda destruirlo. Si acaso, los hombres una vez cada varias generaciones le ha echado ocasionales vistazos desde lejos, sin saber realmente de qué se trataba tal ser fantástico. Lo vimos bien, su cabeza pequeña y excepcional: de forma larga puntiaguda tiene fosas nasales negras tan profundas como sus grandes ojos de singular factura; sus largas y poderosas mandíbulas se ven erizadas de dientes largos y puntiagudos, con los que puede triturar cualquier ser incluso las conchas duras como piedra de los moluscos. Nada, corre y vuela ágil y velozmente, de manera que es capaz de dar alcance al ser que ha elegido devorar, sin importar su naturaleza. Transcurría en su remolino que era especialmente concentrado de corrientes encontradas, por la capacidad del gran animal de sorber los remolinos del agua a su alrededor y de vomitarlos cada ciertos instantes, con su cola pavorosa, escamoso de azul petróleo y verde esmeralda, el que domina, el que arrasa y abate abriendo camino, alta furia, el crinado de algas salvajes. Los primeros que pierden asombrados la vida es entre sus manos más crueles que la nieve y de inmediato. Dejando tras suyo playas solitarias como recién creadas. Vi al gran animal que en los países al otro lado del mar frente a mi hogar aterroriza pero consideran de buena suerte: vi al dragón presidiendo el cortejo que guiaba con gran agilidad y movimientos como de anguila, levantando la cabeza y parte del cuerpo unos veinte metros, suspendido en el aire con un leve movimiento de sus aletas, contados desde la altura de mi hogar unos diez metros más arriba sobre los más altos acantilados. Salió de unos arreboles nocturnos que se dejaron caer de súbito rosando el mar, dejando tras de sí una gran estela espumeante, y remolinos vacíos provistos de patas, en que se transportaban los otros seres submarinos que formaban el cortejo de Caicavilú.


Al aquietarse las aguas bajo los remolinos tras el paso del dragón, por un instante como rasgados en sí mismos, me pareció que los rayos de sol reflejados por la Tierra no volverían a esta alejada región. Cuando de repente a esa hora de la noche las aguas chisporrotearon, prendiendo en llamas amenazando con reducir a cenizas todo, ardiendo el mar de fuego semejando en sí mismo apariencia infernal. Ardieron las aguas de horripilantes destellos un momento en todo el paraje marino bajo mi terraza y otro en alguno distante. Desbocados los organismos flameantes de la misma familia que la marea roja, tan letal como ella. Porque el mar se encendió de fuego que en las aguas tiene vida propia. Las embarcaciones pueden recorrer muchas veces una ruta sin ver nada excepcional y en el siguiente viaje la embarcación se ve envuelta por fuegos: de súbito aprecian primero que la estela del bote comienza a brillar con una luz blanca azulada contra la oscuridad marina, pronto el brillo de la estela aumenta y comienza a brotar el despliegue de fuegos surgiendo a ambos lados de la embarcación, de imprevisto saltando del agua y al caer salpicando todo con chispas líquidas que a ratos se hacen llamas amenazando devorar todo fuera del agua, lo que produce el pánico acentuado por los remolinos ardiendo, y aunque no se trata de auténtico fuego, no son inofensivos. Son organismos vivos que se impulsan moviendo una larga y delgada cola en forma de flagelo; son muy pequeños, microscópicos, pero miles de millones de ellos que unidos producen destellos tan horripilantes como el fuego, de chispa azulosa que dan al mar un aspecto fantasmagórico creado por organismos vivos. Son fuegos giratorios medidos en 185 mil seres microscópicos por cada litro de agua, que vistos actuar juntos en miles de litros cúbicos causan terror; emiten solamente su fuego de noche porque la naturaleza del día los anula aunque se les mantuviera en la total oscuridad todo el tiempo. El Ser conoce este reloj biológico por eso sólo utiliza de noche en su cortejo fenomenal a los fuegos del mar, que cesaron tan repentinos como se aparecieron y fueron precedidos por otros nuevos remolinos en que se posaban toda suerte de seres monstruosos y dioses marinos menores convocando en el cortejo peces con forma de caballo, de cerdo y becerro, gorgonas, ninfas, y otras singulares formas; en las orillas de una serie sucesiva de remolinos sin mayor violencia nadaban el pez leonino, con su cabeza, figura y talla de un león melenudo, con cuatro patas con membranas entre los dedos como el castor o pato de río, con su cola larga adornada también de pelo en su extremo, las orejas grandes y el cuerpo con escamas finas doradas que semejaban piel suave. Vi al pez fraile, de tamaño no mayor al de un hombre común, con cabeza rasurada y lisa de cara que me pareció extraordinariamente semejante a una persona, aunque rústica: sobre los hombros un capuchón de monje de escamas anunciaba sus dos largas aletas delgadas que parecían largos brazos, y el extremo del cuerpo acabado en una cola fuerte de pez. Vi cruzando un enjambre de peces voladores que me parecieron pájaros de plata por el reflejo de la luna. Vi un rebaño de focas quietas pariendo dolorosas aullando en el centro de un remolino, mientras los machos silenciosos las observaban ubicados naturalmente en el círculo de aguas vivas. Vi peces enormes como la vaca marina y el pez buey con cachos y pezuñas amenazantes de plata más brillante que las escamas duras que cubre sus cuerpos; vi en un remolino una familia de manatís, con sus ojos pequeños, sin cola reemplazada por aletas de fuerza enorme que salen de sus hombros, sin escamas, como de cuero su piel, de boca como toro, el lomo llano, su cuerpo muy grueso, la hembra con dos grandes tetas, algunas dando de mamar a sus hijos, de pie, recién paridos a la manera de los animales de tierra. Anunciado por los manatís fue que se apareció cruzando espectral el Caleuche, el barco donde navegan los brujos, cuya visión es de tal impacto que se dice en estos mares del sur de Chile que quien osa acercarse al navío fantasmagórico se vuelve mudo y permanece para toda la vida con sus facultades mentales perturbadas: por ser una nave de brujos puede trasladarse en un instante de un lugar a otro y puede navegar tanto en la superficie de las aguas como debajo de ellas. Por ser el Caleuche creación de arte de magia alcanza velocidades inconcebibles y transforma a voluntad su estructura, así a ratos me pareció un tronco de árbol gigantesco o una roca negra cruzando las aguas, como semejando un velero bellísimo iluminado de una intensidad mágica que opaca incluso la luz de la luna también ocultándose tras negros nubarrones que cruzaban acompañando la aparición: se aparece como punto luminoso que se hace mancha centelleante, que poco a poco difumina sus contornos imprecisos para semejar un navío en llamas, extraño, de antigua forma, de casco alargado con tres mástiles cargados como de corroídas velas desplegadas fosforescentes, encendidas, flameando por efecto del fuerte viento que soplaba acompañando el barco: pude distinguir en la proa un torreón y sobre la cubierta siluetas de una tripulación indefinible pero de formas humanas normales, hombres y mujeres envueltos en una luminosidad roja como corazón del fuego, que se entretenían bailando al compás de una música que me sonaba embriagante, que subyuga y atrae con magnético encantamiento, tanto que permaneció en mi memoria más allá de cambiar su forma el barco mágico, que desapareció cuando una gran sombra cubrió todo en medio de un fuerte olor a azufre. Al volver la luz de la luna llena a iluminarlo todo, que se apareció en medio de los claros a quienes dieron paso los nubarrones, el Caleuche ya no estaba, sólo su música como rebotando en las rocas, que se volvió música gloriosa inundando el aire, que se hizo un sonido de voz humana pero como de otro mundo en este mundo, un sonido celestial diría.


Fue entonces que en un remolino vi a las sirenas quienes embriagaban con su sonido atrapador, con su canto seductor y de fondo la voz cadenciosa del mar creando una melodía fantástica. Originalmente mujeres mortales de singular belleza, las sirenas, se sabe, son hermanas castigadas por sus padres monarcas de un reino lejano, quienes enojados con ellas por no haber defendido, celosas, a la más bella de sus hermanas raptada por un colérico héroe enamorado, fueron castigadas y transformadas en monstruos marinos mitad mujer y mitad pez desterradas de su reino, buscando desde entonces refugio en los promontorios rocosos entre las islas del mar, dedicadas en su enojo a la macabra tarea de atraer hacia las rocas a los hombres que trabajan en los mares con su canto irresistible para darles muerte. Integradas a la corte del Ser de los mares, hechizan las sirenas con su canto contra el que no hay defensa. Mis perros Lucrecia y Obama con sus hocicos firmes clavaron levemente sus dientes en mis piernas incapacitando mi andar y lanzarme a las aguas respondiendo a su llamado seductor, con su torso, busto, brazos y cabeza de mujer, bellísimas a la luz de la luna llena y los reflejos del mar, de brazos torneados y femeninos con sus largas cabelleras verdes sedosas cayendo en sus hombros, y la parte inferior del cuerpo de pez simulado bajo las aguas. Algunas sirenas jugaban con blancos delfines y otras con su mirada acariciadora observando a quienes las seguían en su propio remolino: tritones, condenados a jamás poder amar a estas falsas mujeres de corazón seco que no aman a los dioses ni a los hombres, así sean como ellas tritones, hombres de mediana estatura también de la cintura para abajo con forma de pez, cubiertos de vellos y sin apreciables escamas; su cara de boca ancha y oreja pequeña con ojos saltones de profunda negritud; los dedos de sus manos unidos por membranas que noté muy bien, porque de cuando en cuando tiraban con sus manos al aire chispas líquidas que pudieron ser pececillos finísimos de alimento vivo aún entre los remolinos en que cruzaban posados, mientras se comunicaban entre ellos con gruñidos que eran aplacados por el canto del mar y el de las sirenas que aún rebotaba seductor en el aire cuando descubrí que seguía el cortejo un tenebroso personaje de colosales dimensiones infrahumanas, un pez animal como a reacción navegando su masa enorme con tentáculos flotando tras el cuerpo blando y viscoso, repulsivo, que a ratos tomaba la forma del remolino en que resaltaba su mandíbula en forma de pico de loro, y una mirada que se me antojó siniestra en su forma de cabeza con dos ojos enormes, y por cuello tentáculos parecidos a serpientes que capturan a su víctima y la inmovilizan con sus ventosas cargadas de electricidad que utilizan para adherir las embarcaciones y arrastrarlas al insondable fondo del mar; el gran pulpo es de terror con sus tentáculos más largos que el mástil de un barco, oculto en los acantilados submarinos, quien se acerca a su madriguera es recibido con su mortal abrazo: su cabeza de muchos metros de circunferencia resulta comparable a una isla más que a un ser vivo, lo creo el más grande monstruo del mar entero de la Tierra, en que sólo la longitud de sus ojos calculé desde mi distancia en la terraza que podían medir entre diez y cincuenta metros; de fuerza tan colosal que a su paso las aguas terminaban de subir a la zona más alta de los villorrios inundados de estos mares del sur; su semejanza la asociaría con la de un calamar descomunal, de color rojo ladrillo, de ojos con forma de tambores, con sus diez tentáculos que alcancé a contar y que en momento alguno intentaran invadir mi terraza, quizás alejado por los ladridos furiosos que a todo pulmón le dirigían mis perros junto a mi en la terraza que en una fracción de segundo se volvió toda roja por el reflejo del mar de sangre que cruzó en el cortejo, quizás tinta arrojada por el pulpo gigante o en verdad sangre que era la primera impresión que me causó inmediato espanto, porque era en verdad un mar de sangre que cruzaba con vida por efecto de los remolinos que alentaban el líquido de siniestro color sanguinolento, y sobre él flotando incontables personas yertas confundidas con animales intactos también muertos, recién ahogados. Era una macabra escena de cadáveres de horror, sin embargo no traía el aire nocturno olor alguno, pero de él emanaban vapores invisibles que causaban escozor en los ojos y nariz, y al respirar mi garganta ardía por el aire transparente que despedía el mar arremolinado de sangre alborotada de cuerpos muertos que al sólo ver hacía la respiración difícil y causaba acceso de tos: la visión parecía una advertencia divina indignada, de efecto desastroso porque asfixia con el sólo pigmento rojo envenenado secreto de su química, color donde está el veneno que acaba con todos los organismos vivos que caen en sus fauces y de inmediato consume partiendo por el oxígeno de los cuerpos, al tiempo que asfixia con sus toxinas que afectan el sistema nervioso y desquician la actividad de músculos y membranas. Las sustancias químicas emanadas por el mar de sangre son tan fuertes que pueden actuar sobre ciertos metales: no hay especie o cosa que no pueda resultar diezmada por esta marea roja, que, sin embargo, debo agradecer que cruzó con la rapidez apurado por un sin fin de enormes bolas marinas que el Señor del mar suele utilizar para acusar también su presencia poderosa: son formas esferoidales, ovales y cilíndricas de unos doce centímetros de diámetro, millones de ellas, de un material semejante al fieltro, formado con fibras de algas entrelazadas y compactas de gran dureza semejante al hueso pero más débil que la piedra, aunque en su conjunto muy dañinas; de color verde claro u oscuro, estas formas de plantas acuáticas se reproducen sin necesidad de semillas, por ramificación que crece en los jardines acuáticos del Señor: venían en el cortejo cubriendo entero un remolino de proporciones gigantescas de espuma resaltando su forma circular amenazante a punto de dispararse, lo que aterrorizaba. Luego fue que todo el mar visible desde mi terraza, entre los meridianos 32-33 y paralelos 71-73 sur, se hizo ese solo remolino horroroso de restos de algas y desechos de mar en todos los tonos del azul, inundando el aire de un nauseabundo olor putrefacto de yodo y muerte como de lugar olvidado por la vida: desolación inacabable con tal intensidad de páramo que hasta mis perros aminoraron los enérgicos ladridos a su paso. Se dice que los hombres de mar atrapadas su embarcaciones en este mar de putrefacción deciden suicidarse antes de esperar su suerte al ser atrapados en él: desde mi terraza, hasta donde daba mi vista, en el centro de esta pura muerte vi lo que era una verdadera ciudad en ruinas flotante, formada por quebradas embarcaciones que, prisioneras de la masa de algas y vegetales muertos del mar, eran lentamente arrastradas hasta el vórtice de corrientes en remolino; no se veía un solo ser vivo, puro resto y devastación poblada de invisibles espectros de marinos condenados a derivar el círculo donde el tiempo está detenido, en que las orillas que llegaban justo a la entrada misma de la caleta de los pescadores de San Pedro bajo mi terraza, era de aguas transparentes por la escasez de organismos vivos, aguas de un color vivo azul y cálidas, quizás si por efecto aún de los otros remolinos que había antes cruzado entre las rocas, con su fuerte olor salino exaltado por los jirones de plantas y animales atrapados en las orillas que navegan arrastrados por las corrientes circulares del soberbio trecho de mar en que transcurría.

No bien cruzó el espanto de restos, fue que se vino la lluvia de peces del cielo que cubrieron todo en un instante, que nos obligó a refugiarnos en la mitad techada de la terraza, para luego apresurarme, una vez que cruzó el fenómeno, a tirar en dirección al mar una gran cantidad de los peces de todos tamaños sin ser ninguno demasiado grande: en eso estaba intentando descubrir casi un metro de pescados que cubrían el suelo, cuando vi que Obama, como podía, y la fuerte Lucrecia, agarraban en sus hocicos algunos de ellos y los dejaban con cuidado en la parte techada: así mismo hice, eligiendo, con premura, los peces sierra y lisa que veía, cuyo sabor son de todo mi agrado, labor que aminoró mi impresión, dejándolos a resguardo del copioso chubasco que acompañó el hecho anunciado por el repentino aspecto extraño, indefinible, que adquirió el cielo y todo nuestro universo alumbrado por la luna llena enorme, lo que me había despertado asombro pero hizo huir el temor, quizás por la lógica de rescatar alimento, luego de los hechos sucesivos que acaecieron esta noche excepcional, y también aminorada en parte, pienso ahora, la impresión brutal de ver los seres que acompañaban al Ser de las aguas, descubrir luego en la corte que cruzaba a la Pincoya, que los chilenos conocemos desde niños, iba sentada en una roca que crecía el centro de un remolino, en cuyas aguas circulares nadaban incontables pececillos dorados, igual que el cabello largo y sedoso de la diosa de la fertilidad marina: de ella depende la abundancia o escasez de los mariscos en las playas y de los peces en los mares del Sur: vestía un maravilloso traje de hojas de sargazo y completa su atavío un cinturón de huiro casi transparente que a la luz de la luna llena brilla como el oro. Como hembra es hermosísima, sensual y tan atrayente que hasta los peces a ratos detienen su nado, venciendo la fuerza del remolino, para quedarse contemplándola. Maneja una energía poderosa y la envuelve un reflejo que semeja llovizna de luciérnagas o una casada de oropel. Peinaba su cabellera dorada que le cubre las espaldas muy tranquila con un peine de nácar, ajena al mundo convulsionado a su alrededor, lo que entrega paz a quien la observa: iba de espaldas a la costa mirando hacia el horizonte del mar, lo que pensé que era un signo de que la abundancia de mariscos y peces bendecirá la costa luego de cualquier desastre ocurrido. En un instante supremo, la Pincoya elevó sus delicados brazos al cielo y agita con suavidad las manos jugando con la posición de las estrellas que cambiaban de posición a su antojo: maravillado, observaba el cielo guiado por su acción, y cuando volví la vista a ella, había desaparecido.
Finalmente cerrando el cortejo que anuncia a Caicavilú el Ser de los seres del mar, cruzando fue que vi a la gran serpiente blanca de cabeza negra con un soberbio cuerno de diamante brotando de su frente, que en los mares del sur de Chile conocemos como Tentenvilú, quien no solamente mora en las aguas, sino que puede incursionar por tierra firme adentrándose en la tierra, con su rapidez como de rayo, con hocico tan grande que en su boca cabe holgadamente un hombre a caballo, y un soberbio cuerno brotando de su frente. Quienes la han visto afirman que su paso dura tres días, yo digo que cruzó por aquí en tres minutos, durante los cuales mis perros Obama y Lucrecia callaron de inmediato sus furiosos ladridos y parando sus orejas se pusieron en actitud de alerta, mirándome, esperando mis órdenes. De niño también había visto la gran serpiente blanca atacando a una ballena, a la cual, tras feroz batalla que duró unos instantes, creo, logró atrapar y engullir entre sus fauces. Luego, desde mi terraza me ha parecido otras veces divisar que pasa su cuerpo apareciendo entre las aguas como un gran navío, con sus demás sesenta metros de longitud por seis de espesor. Con sus ojos de un verde muy claro, casi blanco, con pupilas negras y verticales. Con su cuerpo cilíndrico sin aletas ni patas de ninguna clase. Tentenvilú se aparece emitiendo una especie de silbido que alerta, desplazándose por medio de ondulaciones verticales de su cuerpo de reptil, que algunos confunden con jorobas redondas, por su costumbre de perseguir las embarcaciones, elevando las barcazas en forma erecta y formando una especie de columna gigantesca, barriendo con los pescadores, devorándolos, cuando, para prevenirse, no han clavado un cuchillo de mango negro en el palo mayor de la embarcación, bien santiguada y orada. La impresión fue horrible, de repente la gran serpiente velozmente vino derecho hacia donde estábamos y cuando parecía que nos iba a engullir, desapareció en los acantilados debajo de la terraza donde estábamos, que de inmediato subió varios metros más.

Sólo se que luego fue que cruzó el Señor de los seres del mar: Caicavilú, cuya aparición vino con el maremoto horrible, en que las olas del mar se tragaron incluso a los remolinos, pero cuya altura no logró dañarnos ni a los pobladores de la Caleta que no alcanzó por la altura en que nos elevó Tentenvilú, haciendo verdad su costumbre de proteger si así lo desea a los animales y hombres que peligran de ser engullidos por Caicavilú, que se desplazaba en su carro tirado por hipocampos que tienen el tamaño y la forma de los caballos de mar, quizás de líneas más finas, si es posible, con sus cascos de bronce y fuertes crines con apresurado vuelo grácil al ras de las aguas; el Ser que domina sobre todas las aguas dulces y saladas, que son una sola agua que discurre bajo la tierra y la sustentan: por eso al agua se deben los terremotos, porque ciñe el mundo y hace temblar la tierra. El Señor Caicavilú, que vi y cegó hasta ahora uno de mis ojos, tiene la forma de un pez con cuerpo de semejanza humana, con cabeza dos brazos y dos piernas todo acorazado de escamas, erguido su cuerpo simétrico, estético, cercanamente identificable con uno mismo, como un reflejo en el espejo de las mismas aguas. Con su tridente de oro, parecido al arma de los pescadores de atún, fue que vi el tatuaje que el Señor iba creando, al tiempo que iba ascendiendo cíclicamente el nivel de las aguas como si el mar se hinchara de vez en cuando, a intervalos de la rítmica respiración desatada de la Tierra, semejando todo un gigantesco animal vivo, imperioso, incompasivo. Es cierto lo que dicen quienes afirman que descendemos del mismo Caicavilú el Señor de las aguas, que suele inundar la Tierra enojado por haberlo abandonado el hombre para vivir en la superficie seca, aunque hubo incontable seres que se quedaron en su reino por lo que el inventario de los seres marinos que existen no sólo falta completar, sino que jamás se concluirá. Junto con cruzar el Ser bajaron las aguas y el mar se calmó. La verdad debe ser vivida para ser dicha; miré a los ojos de mis perros Obama y Lucrecia que me observaban vivamente y en sus ojos sentí que me decían en su mirada: el Dios que habita en nosotros es el Dios que habita en ti y en todos y es el Dios que habita en el Señor de las aguas que nos ha tatuado de mar y tierra.
© Waldemar Verdugo Fuentes.

TATUAJE DE MAR Y TIERRA 1

El mar es la cuna de la vida por un proceso aún no bien conocido que tiene algo de milagroso, donde brotó la primera célula, el protoplasma original que fue evolucionando poco a poco hasta convertirse en las formas inferiores de seres vivientes, hasta que uno o una pareja de ellos, que habían hecho su hogar en las aguas profundas, fueron desterrados o por puro deseo de estar solos, caminaron los senderos de arena y nadaron las aguas oscuras hasta la luz que se divisaba arriba, adoptando un tipo de vida anfibia en la playa que poco a poco se convirtió en terrestre. La tierra firme, entonces ya plena en árboles, plantas y flores, limpia de lluvia y viento, rica de sol, comenzó a poblarse y animarse hasta llegar a nosotros, los llegados del mar al mundo deshabitado. Aquí he llegado a sus orillas, cansado sin razón de tanto andar de viaje. Algo deshabitado a plegar mis alas como piedra mojada en aguas de crepúsculo, en cierto fragor burbujeante igual viniendo y huyendo y comenzando hasta perderse, a mi hogar sin madre, familia ni nadie diciendo que saliera, ni nadie diciendo que me entrara, una cosa conmigo mismo, adentro de mí mismo, sin sombra tendida junto a mi en la arena, pudiendo entrar desnudo en el mar para sentir volver purificado a la tierra. Aquí he llegado a vivir a orillas del agua sin dudas inteligente, las mismas aguas de la vida geométrica. Al mar, el poderoso hacedor de geografías, el purificador de universos, el soltero imperturbable que ríe, baila, trabaja, poderoso, robusto y transparente, sonoro de puro canto que suele convertir en rugido constelado. Al mar chileno que canta don Alonso De Ercilla cuando narra que llegó a Chile en su nave dando cuenta que era la capitana de la armada, que arrojada de la áspera tormenta andaba sin gobierno derramada, cuando con tal furia a la nave el viento asalta, y tan recio y presto el terremoto, que la gran ola cogió la vela mayor alta y estaba en punto el mástil de ser roto, por la braveza del mar, el recio viento, el clamor, alboroto, las promesas, el cerrarse la noche en un momento de negras nubes lóbregas y espesas, los truenos, los relámpagos sin cuento, las voces asustadas de pilotos hacen un son tan triste y armonía que el mundo perecía, con fuerza tan brava, que ningún aparejo gobernaba con la mar hasta los cielos levantada. Fue la furia tan presta, que aún no había amainado la gente, cuando fue que vieron los pilotos la costa y viento airado inclinando la nave hacia ella, rindiendo la esperanza al duro hado, con las hinchadas olas rebramando en las vecinas rocas quebrantadas, en la oscura tiniebla penetrando, hirviendo el agua con la arena y los cuatro poderosos elementos contra la flaca nave conjurados, traspasando sus términos y asientos, yendo del todo desordenados, indómitos, airados y violentos, removidos, revueltos y mezclados en su antigua discordia y fuerza entera, como en el caos y confusión primera. Pues de tantos contrarios combatida, la quebrantada nave forcejeando, iba casi de un lado sumergida, las poderosas olas contrastando: más ya al furioso viento y mar rendida, sin poder resistir, se va acercando a los yertos peñascos levantados, de las violentas olas azotados. Con la congoja del morir presente, las voces y las lástimas crecían, pilotos, marineros y la gente, como locos, sin orden discurrían. El uno con el otro se atraviesa, y así turbado del temor se impide; quien a públicas voces se confiesa y a Dios perdón de sus errores pide; quien hace voto expreso, quien promesa; quien de la ausente madre se despide, haciendo el gran temor siempre mayores los lamentos, plegarias y clamores. Por otra parte el cielo riguroso del todo parecía venir al suelo, y el levantado mar tempestuoso con soberbia hinchazón subir al cielo. ¿Qué es esto, Eterno Padre Poderoso? La confianza y ánimo más fuerte al temor se entregaban importuno, que la espantosa imagen de la muerte se le imprimió en el rostro a cada uno: del todo ya rendidos a su suerte, sin esperanza de remedio alguno, el gobierno dejaban a los hados corriendo acá y allá desatinados. Más Dios, que de los suyos no se olvida (aunque a veces su favor dilata), a su lugar volvió la sangre fría, cuando con la súbita alegría lanzó fuera el temor desconfiado que había los miembros ya desamparado, resguardando a todos en una isleta que resiste al furor airado, y a los continuos golpes de marea que bate furiosa de lado a lado, una caleta que brota como seno tranquilo y sosegado donde se hace seguro albergue y dulce abrigo y donde al llegar la luz del día ya habían desembarcado, salvos.

Don Pedro de Oña también vivió el furioso mar chileno envuelto en ira, cuando un vecino sin color al otro mira sin verlo de miedo cegado, la gente hablando a puras voces altas pero sorda, atónitos, confusos, derramados, los más temblando en pie y arrodillados; pareciendo desgarrarse el alto cielo, abrirse entre las olas el profundo mar, y la compuesta máquina del mundo deshecha derramarse por el suelo. Ahora todo en calma, como quien dice que aquí no pasó nada. Los pájaros marinos, repletando sus rocas y en las araucarias al norte de mi ventana, cansados dormitan semejando masa oscura como amor sin besos. Abajo de mi terraza hay focas con sus familias en los riscos de mar afuera y otras saltan por la orilla mojada de agua tan cristalina que veo las estrellas marinas tendidas en el fondo transparente. Las golondrinas de mar, mansas y graciosas, cruzan de un lado a otro como saetas van y vienen desde sus grutas. Bajo a la playa seguido de Lucrecia y Obama, ni un pájaro ni hombre ha tocado antes lo que caminamos recién inventado por la nueva situación, mientras las espumas rebasadas se levantan por la suave brisa entre los desfiladeros, la arena descubierta en que van quedando nuestras huellas es borrada por las verdes olas suaves que se asoman tímidas de blanca espuma antigua y sal azul de mar paseando solo, a pasos lentos. Mis perros se adelantan corriendo y ladrando hasta detrás de unas grandes rocas: en un blanco grupo salen volando gaviotas en bandada tumultuosa. Siento un pájaro volar de mi pecho y volver a mi en igual instante. Este es el mar con sus propios sentidos el que borra mis huellas, el más poderosos, el que he visto abrirse de par en par, quebrado de repente, en cuyo centro mi ojo viera el comienzo del mundo, con el mar riendo y batiendo la cola, sintiendo salir de mi mismo como espuma en galope, sacudido. Miro restos de mástiles y grúas, entre corales y algas, algunas tan finas como no había visto, de formas y colores nuevos, devorados mis ojos de sal destituida. Un grupo de alcatraces salen de sus rocas frías y estiércol, ásperos de ritmo lento. Recuerdo al viejo Nicanor Parra, hace unos pocos días, en la terraza de mi casa mirando la distancia líquida, como ahora hago, diciendo como quien reza una oración: “siempre había vivido mi familia en el valle central o en la montaña, nunca supe del mar hasta que partí con mi padre desterrado a Chiloé, donde al descender del tren, con voz que tengo en el oído intacta, dijo mi padre: este es, muchacho, el mar. El mar sereno. El mar que baña de cristal la patria”. Poco antes del 27 de febrero de este 2010, cuando viví todo y nada, nada y todo. Ahora cuando siento que de nuevo existo, canto a viva voz, creo, recién lavado.
© Waldemar Verdugo Fuentes.