28 de enero de 2009

Retrato de Panajachel.

Con el reflejo de las montañas circundantes en el agua dorada del lago de Atitlán, pido al botero detenerse en medio del remanso. María Elena acomodada toma sol muy relajada. Veo las callosas manos del hombre estancando con firmeza los remos y el pequeño bote quedó clavado entre las ondas vacilantes que por un momento se hicieron verde y espuma debido a la maniobra. Al aquietarse retomaron su tinte oropel y mis ojos quedaron fijos en los rústicos remos carcomidos que el hombre sacaba de las aguas, para ubicarlos a ambos lados de la frágil embarcación. Así mecidos por las suaves olas, divagué en torno a Atitlán y sus misterios. Se cuenta que en el fondo del lago todo es arena de oro; los reyes mayas bañaban aquí sus cuerpos vestidos sólo con el polvo dorado más caro que cubría sus cuerpos.
Al correr de los años el lugar era un búcaro de oro con todo el ancestro de la raza aborigen de Guatemala, que tuvo en Atitlán y este lago el mejor espejo de la fantasía. A su alrededor brotaba la magia como de una cajita encantada. En el fondo, los grandes volcanes como atalayas inamovibles. Allí despertaban las mañanas y dormían los crepúsculos de rosa. Tranquilo a su orilla está este pequeño pueblo de Panajachel; su tierra sembrada de milpas es como un gran jardín con bouquet de selva. A fin de calmar las lluvias tempestuosas, los rayos rojos, el relámpago de fuego, se cumplían los ritos religiosos con grandes desfiles de doncellas, plumas de quetzales y textiles multicolores enmarcando la llegada de los reyes a purificar su cuerpo en las aguas sagradas. Universo lleno de secretos fascinantes, de luz de candela y luna llena. En fila india invocaban sus favores, como una promesa de evasión en aquél baúl de imágenes que tenía su propia clave filosófica... es que el hombre es un creador que danza entre dos mundos... cavilaba, cuando un ruido desvió mi vista hacia el modesto hombre que estaba frente a mi, vestía camisa blanca y ancho pantalón amarillo anudado a la cintura con una faja de muchos colores y adornos. De piel morena y rasgos cortados a cincel, las facciones de su rostro eran calcadas de algún dios de piedra de sus antepasados. Sus pies mulatos y rústicos vestidos con sandalias de cáñamo. El pequeño sombrero sobre sus sienes daba sombra al libro que el remero comenzó a leer con atención. Sentí curiosidad por saber qué libro le solicitaba con tal esmero... Si Dios no lo hubiera hecho remero -pensé- este hombre hubiera sido poeta... Sus callosas manos aprisionaban con firmeza un ajado volumen de "Ternura" de Gabriela Mistral. Al ver mi interés por su lectura, dijo:
- Siempre leo lo que ella escribe. Es muy lindo y sabio lo que ella dice. ¿Sabía usted que un rey la invitó a su país y le dio un gran premio? El Premio Nobel, así se llama. Todos acá la queremos y estamos felices de que la maestra haya vuelto a vivir entre nosotros.
- ¿Vive acá? -pregunté sonriendo sorprendido de la afirmación del botero, que daba por viva a la escritora muerta ya hacía varias décadas. Y el hombre afirmó, seguro:
- La maestra Gabriela vive en aquella casa sobre las rocas.
Y levantándose de la tabla que era su asiento en el bote, indicó una gran casa blanca de ventanas rojas que, rodeada de plantas silvestres plagada de flores multicolores, estaba a orillas del lago, justo frente a nosotros.
- Cada mañana -prosiguió- ella sale a tomar el sol, y nosotros, sus amigos, la saludamos desde nuestras embarcaciones. Ella responde con un ademán gentil nuestro gesto silencioso.
Mudo y perturbado por lo que oía no supe cómo enfrentar sus palabras. Decidí no sacarlo de su error y solo atiné a comentar algo de sus libros, pero el botero era obviamente un conocedor más profundo de la autora de los “Sonetos de la Muerte”, pues se largó a hablar diciendo a ratos poemas y noticias de la obra de Mistral que nunca oí antes. Felizmente impresionado había visto en varios países centroamericanos los escaparates de las librerías sin que nunca faltara un libro de ella, pero no podía imaginar que su paso por estas tierras había dejado huella tan profunda que aquí aún la daban por viva. Cuando finalmente regresamos a tierra firme, la conversación con el botero embargaba mi espíritu y si acaso fue lo que gatilló cuanto he vivido aquí.
Aquel día llegó la tarde lloviendo a Panajachel. A la hora del crepúsculo y entre chubascos inconstantes, salí con María Elena y sus hermanos a caminar por las calles empedradas del pequeño pueblo frente al lago. Era noche de baile de diablos, rito con el que tradicionalmente celebra la gente del lugar un culto a Judas Iscariote, creado -según dicen- con alma de madera. Andábamos sin rumbo cuando nos envolvió la procesión de gentes que alumbradas apenas con candelas parecía un séquito espectral arrancado de quizá qué pasado remoto. Caminaban al son de la música peculiar de las matracas, llevando la figura de madera y envueltos en tejidos autóctonos en medio de incienso humeante. Iban rumbo al lago. Nos unimos a ellos.
A orillas de las aguas dejaron pendiendo de una viga cimbreante la figura de Judas que nombraban Maximón. Allí vi su cabeza. Era la de un ahorcado, los ojos inmensos de horror y la boca abierta con una gran lengua colgando. En un segundo todo quedó en silencio, que fue roto por triste música de marimbas, tambores y cornetas. Alguien tocó mi hombro, sobresaltado me volví y era un cuerpo humano con cachos de proporciones gigantescas. Había comenzado la danza ritual. Era una lucha entre las fuerzas del mal y del bien; el diablo y sus súbditos intentaban aumentar la legión de los condenados, y los arcángeles bajados del cielo iniciaban su lucha para salvar almas. Amenazadores gestos hacían unos contra otros. Mientras se latigueaban con ferocidad alguien puso en mis manos una botella con pulque, la leche del maguey. Bebí. Los movimientos engendrados por el ritual del diablo y sus huestes eran infernales mientras los ángeles con espadas de fuego partían en dos cuanto tocaban. Los danzantes me envolvieron con sus largas cintas azules, blancas, rojas, amarillas, con sus rostros desproporcionados de cartón pintado que semejaban bichos repulsivos, con rasgos entrecruzados de criaturas fantásticas y toda clase de alimañas saliendo por sus narices, alargando sus lenguas, desorbitando sus ojos; de la frente de algunos tres cachos en formas de ramas de árboles salían disparados al cielo; hombres con cola, vestidos de rojo, negro, verde... los otros rostros que me envolvían eran los de arcángeles, que siendo menor cantidad, siempre triunfaban, porque el bien al final vence al mal, y la luna llena reflejaba sobre las quietas aguas del lago la casa sobre los roqueríos; allí donde aseguraban que vive Mistral. De inmediato llamó mi atención la figura entrecortada en la distancia de una mujer que leía en esa casa a la luz de un débil farol: todo era espectral desde donde yo observaba. Y un escalofrío recorrió mi espalda... Bebía de otra botella el pulque con que se brindaba cuando alguien susurró a mi oído:
- “Baila, baila como todos. Sólo la muerte espera al que no baila. Si no bailas ya estás muerto... ¡baila!”
Y bailé, seguro de que moriría si no cumplía con el sagrado rito de la danza que todos practicaban. Todo me envolvió y me perdí entre ellos, entre sus caras deformes, entre sus juegos, en medio de los diablos y arcángeles luchando a muerte, que se atacaban sin tregua, con furia rabiosa, dando salida a siglos de dominación, cortando cadenas de represión que en la zona no tienen fin, con furia desbocada... y todos bailábamos... ¡danzar para no morir!... en un instante volví nuevamente a ver hacia la casa, y la mujer se había levantado de su silla y había salido a la terraza desde donde observaba la procesión en que íbamos. La vi tan sola en esa casa tan grande, que una pena larga inundó mi alma... alguien me dijo que los dioses estaban agradados con mi baile y que podía pedir de ellos lo que quisiera. Al instante mi mente se llenó con la figura de la mujer observándonos desde la distancia, sola, emergiendo débilmente iluminada, y pedí a los dioses por ella, para que no siguiera allí apresada por la muerte en esa región perdida de las montañas de Guatemala, para que pudiera descansar al fin. Bailaba y bebía a su salud, mientras pedía por ella a gritos y a nadie importaba. Sonaba la marimba muy dolorosa, monódica, cuando caí de rodillas, dos me levantaron en vilo y seguí bailando, estremecido de fuerzas nuevas, y el sonido de la marimba retumbando en mis sienes, con su canto alegre que nunca paraba de animar, retumbando en mis sienes, como una campanilla suave dentro de mi cráneo que se agrandaba cada vez más como queriendo taladrar mi cerebro, y la marimba me envolvió hasta no permitirme oír otro sonido en el mundo que me rodeaba, un sonido cada vez más fuerte que terminó por envolverme... y corrí, corrí rápido como alma que se lleva el viento, corrí por la orilla del lago hasta llegar exhausto frente a la casa blanca de ventanas rojas; tomo aire frente al portón y toco furiosamente, con ira, con temor y angustia por esa realidad que se agolpaba en mí y quería entender, asustado de que todo el ensueño, de que el encanto acabara allí pero también íntimamente satisfecho de haber llegado a aquél punto, cuando iba a saber que Gabriela Mistral no estaba detrás de esa puerta, de que mi mente iba a quedar tranquila cuando la razón me obligara a reaccionar.
Toqué, ahora con suavidad, una y otra vez. Se abre la puerta y ella es quien sale a recibirme, es efectivamente Gabriela Mistral, ella vive en verdad en Panajachel, sin duda es la maestra de Neruda, alta, majestuosa, enigmática. Mis ojos se fijaron en los suyos y eran sus ojos verdes bellísimos, y caí de rodillas ante ella, sobrecogido, cuando sentí su mano acariciando mi cabeza que no intenté jamás volver a levantar, sólo veía hasta sus pechos resguardados como escudo por una medalla de Santa Teresa de Avila que colgaba de su cuello con una fina cadena dorada. No pude hablar, solo balbuceé palabras sin sentido y volviéndome caminé de regreso hacia el pueblo, por la orilla del lago, en otra dimensión, entre sombras de colores, plantas vivas que abrían camino solas a mi paso, caminé sin llegar jamás a la procesión de luces que seguía, gritos y música de marimbas que se alejaban de mí en la distancia.
Amanecí tarde, durmiendo en mi hamaca afirmada de las rocas a la orilla del lago, en la casa de María Elena, aún borracho de pulque, música y algarabía. Caminé lentamente por las luces reflejadas del lago por el sol que envuelve todo cuanto allí existe, enfilé por las calles empedradas de la entrada del pueblo, con una sed endemoniada que me obligó a entrar al primer negocio a mi paso y beber de una zampada el agua de tamarindo fresco y helado que aplaca mi garganta. Más despejado, caminando con lentitud, detengo mi andar frente al escaparate iluminado de una librería a mi paso. Con emoción mis ojos vieron de inmediato la imagen de Gabriela Mistral en un libro con sus obras, fijé mi vista en la foto de la maestra que el volumen reproducía: de su cuello pende la fina cadena dorada que sostiene la medalla en que se ve a santa Teresa de Avila.
(C)Waldemar Verdugo Fuentes.