18 de diciembre de 2015

NAVIDAD DEL HIJO DEL HOMBRE.

Maestra Gabriela Mistral en fin de año 1950 con niños de la escuela que lleva su nombre en el puerto de Veracruz, durante la última visita que hizo la magnífica errante a México. (Rescate fotográfico de la investigación para el libro “Gabriela Mistral y los Maestros de México” ISBN 97895635346349)
Lo bueno era el sudor helado en nuestras sienes; ciertos escalofríos que recorrían la noche de la infancia como una corriente eléctrica conectada a lo sensorial, a lo más íntimo que teníamos debajo del saco, porque si no había sudor, no había magia, y el misterio era absolutamente necesario en la fecha, en el recuento de las mejores y las peores que habíamos cometido en la inocencia o en la inconciencia, o, a lo mejor, en toda la terrible conciencia que posee un niño en sus reservas. Y lo bueno era tener miedo, y no pura alegría la noche del 24, y esperar temblando, porque el miedo era parte del encantamiento; entonces lo bueno era el destello en los ojos que buscaban estrellas, y estar lúcidos para el descubrimiento, porque el Viejo Pascuero atravesaba la noche y había que verlo aunque fuera a través de los vidrios, y saber al fin por qué nos habían lavado la cara, y la peinada con jugo de limón, y dos pellizcos para que estuviéramos tranquilos; y cincuenta recomendaciones de buenos modales y un Padrenuestro por el pan nuestro de cada día, que ese día era con chocolates y fruta confitada, y así, toda una ceremonia que comprometía la conducta particular -por lo menos- durante las horas de la víspera. Y era víspera -el estado del alma- en que la taquicardia asumía un lugar de primera línea y las urgencias se transformaban en sonrojos y pipí a destiempo y puntadas aturdidoras; toda esa soberana víspera consiguió pasar la barrera de los años cumplidos, de tu madurez, de la mía, de la indiferencia de otro, y consiguió tener su hora en la historia particular y en la historia general, y a eso no hay vuelta que darle, porque a alguna historia tienes que pertenecer siendo hijo de hombre, de alguna forma nos va a tocar el clima de Navidad aunque no sea, precisamente, con villancicos y campanitas y todas las santas cosas que traen las tarjetas impresas, aunque la infancia esté lejana y se haya quedado colgada en un guardapolvo de la escuela, aunque seas mayor de edad y tengas hijos y nietos, o tú, en soledad; aunque el mundo se transforme con evoluciones y viajes al espacio y computadoras, y ocurra la muerte y ocurra la vida, y llueva o truene; la Navidad va a llegar, está llegando para tu bien y el mío, para la compostura y para la esperanza, porque al fin y al cabo, somos hijos todos. Y lo bueno es que cada hijo tenga su parte de noche de paz y de noche de amor. Porque el amor -se ha dicho tanto- debe preocuparnos desde la largada, y en eso estriba todo. Para qué insistir más. Para que si en ti y en mi hay un niño, no hay que olvidarlo, es importante, es principal el niño, sobre todo a esta hora cuando mucha infancia anda en las calles duras buscando un pecho, una mirada para quedarse, y a lo mejor la ternura depende de tus ojos, y el chocolate depende de tus manos, y muchas cosas que no son el arbolito, dependen de la postura del corazón, hay que reconocerlo; porque la indiferencia mata y la soledad no pregunta; y no es necesario escribir un cuento de Navidad para traer a terreno el sentimiento, porque la piel hay que tenerla delgada siempre, afinada, como quien dice. Y no porque ahora vaya a ser 24 o 25 de diciembre y el nacimiento de Jesucristo nos toque donde mejor se pueda, y veamos pinos con luces, y nos pertrechemos con rosca de reyes; no por eso, solamente, fijemos una noche de paz o una de amor para el techo familiar: pequeño círculo cerrado, porque la nochebuena comprende el hemisferio, este canto debe ser como la noche (comprenderlo todo) con la realidad y una composición de lugar estrictamente verdadera. Y que el canto no se nos vaya al infinito, ni a explorar estrellas desconocidas, ni se transforme en puro villancico, en tarjeta de felicidad; porque la luz debe estar en nosotros, compartida a ras de tierra, porque el canto deber ser la paz de ahora, la noche y el día del amor para los que vienen detrás de nosotros. (Por Waldemar Verdugo Fuentes. Publicado en VOGUE)