18 de septiembre de 2007

MI CARTAGENA

Mi hogar está al fondo de los mares del Sur, donde se cruzan el Meridiano 33 y el Paralelo 71. Vivo a orillas del misterioso mar interior, en Cartagena el mar frente a Santiago; son aguas de un azul eléctrico a esta hora del día, son aguas olorosas a algas todo el año y luego de las tempestades se arrastran como un manto que se extiende más allá del horizonte, hacia las fuentes del océano que se pierde en la salida antártica hacia el mundo exterior, sobre mi cabeza.
Al sur está la tierra de los Hiperbóreos, limitada en su perímetro por el río océano donde los peligros de navegación por los restos del continente hundido están señalados con verdaderas columnas de diamante que brotan de los hielos antárticos, señalando una entrada al Reino Interior, entre el Cabo de Hornos y la Tierra de O’Higgins. Al norte de nosotros mismos, subiendo en la distancia están los montes sagrados andinos, cuya fuerza reposa en el silencio. Después de siete años de navegar por las tinieblas, en un mar sumamente agitado, vimos una isla que flotaba como elevada por la bruma, que se transformaba en tal espesa niebla que parecía brotar sobre un infranqueable muro de metal y piedra escarpada y desnuda. Era como un monte oscuro por la distancia y me pareció tan alto como no había visto nunca otro alguno. Un ruido sordo pegaba contra los arrecifes y la alta resaca dejaba oír sus lapidarios gruñidos contra nosotros. El barco parecía hundirse tan bajo a ratos, que subía a penas sobre el nivel del mar. En un instante, como si arrancara de la tierra que veíamos, un torbellino sacudió la nave por la proa, la hizo girar con tal brusquedad que se levantó la popa en alto, mientras la proa se hundía y el mar se cerraba sobre nosotros.
Anclamos en esta playa de hermosas aguas bravas, sin embargo con accesibles acantilados en forma de herradura y abrigada del viento. Aquí hice mi hogar. Luego de realizar en el inmediato bosque de eucaliptos los ritos y las oraciones en honor de los muertos como el otro Waldemar iba indicando, vimos aparecer una multitud de sombras entre sutiles reflejos de los que fueron en vida ancianos, mujeres y hombres, jóvenes y niños que nos abrían paso en silencio y con cierta actitud reverente, hasta que cruzamos a la zona de luz que marcaba la entrada a la Caleta de los Pescadores de San Pedro de Cartagena. En las puertas de la ciudad, en una inscripción en la piedra, tallamos: "Quien ha llegado aquí, puede llegar a cualquier lugar que exista o no exista”.
Una vez que anclamos, y rescatamos el barco extrañamente intacto, tampoco supimos la dirección que nos trajo aquí; aún cuando tuvimos un deseo manifiesto de explicarnos las rutas de navegación, no supimos decir qué tipo de energía hizo moverse al barco por sí mismo, como un animal vivo, indicándonos solo el rumbo que seguía en un sistema de coordenadas radiales que, después supimos, tenía como centro de referencia el Oráculo de Cartagena. Este Oráculo, ahora sé, cuando estoy junto a él, es en apariencia nada más una bola de cristal que tiene en sus manos la estatua de San Pedro, patrono de Cartagena; parece otro artificio, pero refleja en el mar que lo rodea todas las cosas como sucedieron, como están sucediendo y como han de ocurrir. Al parecer, por los comentarios rutinarios intentando convencerme de que no sucede nada, delatado por el tono levemente preocupado del otro Waldemar ante mi respuesta al hecho magnífico, al fin dijo:
-Es que no cualquiera puede ver los reflejos en el agua sin temer descontrolarse para siempre. Muy poco más se sabe.
-Pero, físicamente ¿donde en realidad estamos? -dije.
-Estamos en un sitio que es todos los sitios a la vez y ninguno. Poco tiempo después de la caída del país Antártico, cuando los habitantes del Reino Interior lo absorbieron entre las aguas detenidas en los hielos más colosales del mar, varios pueblos se esparcieron por estos mares del sur. Algunos huyeron a las islas Polinesias frente a nosotros que veo desde mi ventana, ellos son los constructores de los moais cuya alma preserva el pueblo Rapa Nui. Otro grupo se quedó a nuestras espaldas, en el valle más fértil, ahí levantaron su ciudad: Santiago de Chile. De los que escaparon con vida cuando cayó la segunda luna y quebró los continentes, simplemente llegaron del mar a estas playas en sus cóncavas naves, esperando volver a sus sitios de origen. Arribaron de muchos lugares; algunos vinieron del país de los Cardófagos, que se alimentan principalmente del fruto de cierto cardo, cuyas semillas trajeron, esparcieron aquí sus sembradíos, y quien lo prueba se olvida de su patria. Otros lograron llegar hasta aquí debiendo cruzar el triste país de los Muertos, en los confines del océano de profunda corriente, donde el sol resplandeciente jamás ilumina con sus rayos; debieron cruzar la zona del sueño y rodear la cueva desde la cual se puede descender al Reino del Mar. Los que logran, cuando más, cruzar sin novedad luego zozobran con sus naves intactas en estas aguas bravas del Sur, aunque algunos, como los que trajeron el Oráculo de Cartagena en un tiempo olvidado, son naturalmente empujados hacia acá por el Hacedor de Caminos. Nada más se sabe -terminó el otro.
Aquí se dice de nuestros mayores que llegaron en el tiempo del hundimiento de las aguas, que corresponde al tiempo anterior a la época del bronce, metal procedente de la aleación del estaño, del cobre y de minerales más comunes en esta zona como el plomo y la plata. El estaño lo tomaban fácilmente los antiguos y con él fabricaban espejos, recipientes pequeños destinados a contener perfumes o medicamentos y también para soldar y afirmar sus construcciones. Para conseguir cobre simplemente lo excavaban de los caminos que cruzan todas las entradas a los Andes chilenos, que vemos en la distancia si volvemos la vista contra el mar. El oro no era importante porque sus alquimistas tenían también la receta para hacerlo, pero al ver la codicia por este metal que demostraron los invasores europeos del siglo XVI, la receta fue tan ocultada que terminó por perderse. Sin embargo, aún hoy, en recuerdo de los antiguos que poblaron esta zona se cultivan rarísimas especies como la canela y el clavo, el sándalo y la mirra, que se aprecian más que el oro. Aquí, en estas aguas a orillas del mar vive la maravillosa borrachilla, el pez dorado iluminador de la mente que se alimenta del peyote del mar que arrancan del fondo escondido las aguas bravas.
Ayer se dejó caer la tarde con un gran viento, súbito como un ancla cae en las aguas. El mar onduló su vientre por encima de los botes y remolcadores, y andaba como queriéndose engullir la caleta de los pescadores de San Pedro. Muy luego el cielo se quebró en rayos y truenos. Dos vapores en la distancia de las aguas se estremecían con sus sirenas al aire. Los lanchones buscaron protección hacía la raya del horizonte, confundida con nubes tempestuosas que los fundieron en la oscuridad del mar. Gaviotas y alcatraces gritaban desde los acantilados. Las lobas marinas lanzaban al viento su canto largo como si estuvieran pariendo. Con la entrada de la noche, que se vino temprano, súbitamente se dejó caer el aguacero, y los caminos de Cartagena, que desembocan todos en el mar, se transformaron en peligrosos ríos. Sábanas de agua de cielo cubrieron el pavimento y las veredas, y parecía que las aguas bravas también andaban queriendo salirse del mar.
Y tanto duró la tenaz lluvia que el corazón se apropió de todos. Nos fuimos los que estábamos a mirar de la terraza la población de los pescadores arriba de los acantilados...
-Los cauces arrastrarán sus casas tan frágiles. No resistirán -dijo alguien.
-¡Resistirán! -afirmó enérgico otro. Y todos estuvimos de acuerdo, aunque nuestro corazón estaba sobrecogido. Vi cómo la naturaleza desatada sacudía persistente los techos y barría las calles de todo. Vi como quien esperaba un milagro o un hecho distinto les despertara del sueño malo con viento en el mar. El temporal ya era un gigante, brutal. Vi que la bajada blanca a la Caleta era como un canal desbocado abriéndose en todos sentidos. En el mar, los botes que no alcanzaron a sacarse, como caballos espantados, aparecían y desaparecían entre las olas, algunos queriéndose estrellar sin compasión en las rocas que crecen del mar. Vimos justo el momento en que la proa del bote con piso transparente se hundió en las aguas para siempre, no pudo soltarse mar afuera y afrontó su destino. Los mares del sur estaban furiosos y temimos en un momento que brotara el gran tentáculo de que hablan, la gran lengua del mar que absorbe poblados enteros. Cartagena se hundía por los cuatro costados. En sus cerros y a orillas de los acantilados, en todos los patios los árboles milenarios y los nuevos barrían el planeta con sus melenas desatadas.
Un rayo partía en dos nuestro pequeño mundo cuando vimos que algunas mujeres con niños en brazos y los pescadores que estaban en tierra abandonaban sus casas, a punto de desprender el viento de sus cimientos y precipitarlas al mar, bien podía desencadenarse una tragedia, y buscaron refugio en el corredor techado de la Junta de vecinos y otros en el gimnasio del Club Deportivo, en las casas más seguras y se dispuso todo y las hileras de niños, mujeres y hombres fueron cruzando las calles de agua hacia el refugio ocasional, con sus cosa más imprescindibles, siempre silenciosos, como repitiendo un rito largamente en práctica, envueltos en una tristeza larga. Vi algunas mujeres apuntando sus ojos implorantes al mar sordo iracundo elevado por el viento. Y todos los que estábamos más protegidos recibimos amigos, y llegaron los Pakarati, que ni siquiera en su Isla de Pascua están acostumbrados a que les entren las aguas bravas por los cuatro costados, y nos contaron de Rapa Nui y enfrentamos la tragedia con un poco de música. Vi niños a salvo del viento y del agua, y dos de los más pequeños dormitaban acurrucados en el regazo de sus madres jóvenes, que estaban iluminadas y sus ojos eran de lapislázuli enmarcados en la tez fina con el cabello en desorden bajando a sus hombros. También los mayores en voz alta nos guiaron en un Padrenuestro por los pescadores a quienes el temporal les salió al encuentro en su faena del día.
Luego se metieron en las santas cuestiones que vienen acá abajo con los temporales, que camas secas y un ulpo con leche para los niños, el pan amasado, que el carbón no se moje, el mate que corre. Que fuimos y vinimos. El viento prosiguió toda la noche y al amanecer su concierto silbante y los árboles, deshojados y transparentes como fantasmas, parecían elevados al cielo. Las araucarias y eucaliptos, sin embargo, apenas se ven despojados de unas hojas. También las cercas han capeado bien el temporal. Con las primeras luces de este día las aguas bravas se compadecieron de sus hijos, y un arco iris de paz se quedó dormido sobre las algas. Las mujeres miraron a sus hijos como una sola alma y se abrazaron, luego volvieron a sus casas y ninguna estaba destruida. En la distancia de plata junto al sol poco a poco se fue apareciendo algo semejante a un collar de hielos, eran los pescadores, salvos todos, con sus lanchones cóncavos intactos del mal tiempo, casi al ras del agua por el peso de la pesca abundante. Vienen los botes cargados de peces de plata, en un ras entre todos ayudamos, los sacamos en vilo de las aguas y son recibidos con aplausos. Noto la luz tenue del Oráculo de Cartagena posado en las manos junto al corazón de la estatua de San Pedro que anuncia su caleta. Las gaviotas y los alcatraces se lanzan en picada y sacan del mar peces que parecen danzar en el aire, aún vivos, para luego engullirlos de un bocado. Los lobos marinos y sus familias están alborotados comiendo la pesca submarina que se vino abundante. El cielo está tan claro que parece transparente. Y el aire tiene un aroma que más no quiero yo ni el otro Waldemar.