1 de septiembre de 2009

RECUERDO DE GUATEMALA.

PANAJACHEL
Por Waldemar Verdugo.



El autor en Santiago de Atitlán, con Maya-Quichés.

Con el reflejo de las montañas circundantes en el agua dorada del lago de Atitlán, pido al botero detenerse en medio del remanso. María Elena acomodada toma sol muy relajada. Veo las callosas manos del hombre estancando con firmeza los remos y el pequeño bote quedó clavado entre las ondas vacilantes que por un momento se hicieron verde y espuma debido a la maniobra. Al aquietarse retomaron su tinte oropel y mis ojos quedaron fijos en los rústicos remos carcomidos que el hombre sacaba de las aguas, para ubicarlos a ambos lados de la frágil embarcación. Así mecidos por las suaves olas, divagué en torno a Atitlán y sus misterios. Se cuenta que en el fondo del lago todo es arena de oro; los reyes mayas bañaban aquí sus cuerpos vestidos sólo con el polvo dorado más caro que cubría sus cuerpos.
Al correr de los años el lugar era un búcaro de oro con todo el ancestro de la raza aborigen de Guatemala, que tuvo en Atitlán y este lago el mejor espejo de la fantasía. A su alrededor brotaba la magia como de una cajita encantada. En el fondo, los grandes volcanes como atalayas inamovibles. Allí despertaban las mañanas y dormían los crepúsculos de rosa. Tranquilo a su orilla está este pequeño pueblo de Panajachel; su tierra sembrada de milpas es como un gran jardín con bouquet de selva. A fin de calmar las lluvias tempestuosas, los rayos rojos, el relámpago de fuego, se cumplían los ritos religiosos con grandes desfiles de doncellas, plumas de quetzales y textiles multicolores enmarcando la llegada de los reyes a purificar su cuerpo en las aguas sagradas. Universo lleno de secretos fascinantes, de luz de candela y luna llena. En fila india invocaban sus favores, como una promesa de evasión en aquél baúl de imágenes que tenía su propia clave filosófica... es que el hombre es un creador que danza entre dos mundos... cavilaba, cuando un ruido desvió mi vista hacia el modesto hombre que estaba frente a mi, vestía camisa blanca y ancho pantalón amarillo anudado a la cintura con una faja de muchos colores y adornos. De piel morena y rasgos cortados a cincel, las facciones de su rostro eran calcadas de algún dios de piedra de sus antepasados. Sus pies mulatos y rústicos vestidos con sandalias de cáñamo. El pequeño sombrero sobre sus sienes daba sombra al libro que el remero comenzó a leer con atención. Sentí curiosidad por saber qué libro le solicitaba con tal esmero... Si Dios no lo hubiera hecho remero -pensé- este hombre hubiera sido poeta... Sus callosas manos aprisionaban con firmeza un ajado volumen de "Ternura" de Gabriela Mistral. Al ver mi interés por su lectura, dijo:
- Siempre leo lo que ella escribe. Es muy lindo y sabio lo que ella dice. ¿Sabía usted que un rey la invitó a su país y le dio un gran premio? El Premio Nobel, así se llama. Todos acá la queremos y estamos felices de que la maestra haya vuelto a vivir entre nosotros.
- ¿Vive acá? -pregunté sonriendo sorprendido de la afirmación del botero, que daba por viva a la escritora muerta ya hacía varias décadas. Y el hombre afirmó, seguro:
- La maestra Gabriela vive en aquella casa sobre las rocas.
Y levantándose de la tabla que era su asiento en el bote, indicó una gran casa blanca de ventanas rojas que, rodeada de plantas silvestres plagada de flores multicolores, estaba a orillas del lago, justo frente a nosotros.
- Cada mañana -prosiguió- ella sale a tomar el sol, y nosotros, sus amigos, la saludamos desde nuestras embarcaciones. Ella responde con un ademán gentil nuestro gesto silencioso.
Mudo y perturbado por lo que oía no supe cómo enfrentar sus palabras. Decidí no sacarlo de su error y solo atiné a comentar algo de sus libros, pero el botero era obviamente un conocedor más profundo de la autora de los “Sonetos de la Muerte”, pues se largó a hablar diciendo a ratos poemas y noticias de la obra de Mistral que nunca oí antes. Felizmente impresionado había visto en varios países centroamericanos los escaparates de las librerías sin que nunca faltara un libro de ella, pero no podía imaginar que su paso por estas tierras había dejado huella tan profunda que aquí aún la daban por viva. Cuando finalmente regresamos a tierra firme, la conversación con el botero embargaba mi espíritu y si acaso fue lo que gatilló cuanto he vivido aquí.
Aquel día llegó la tarde lloviendo a Panajachel. A la hora del crepúsculo y entre chubascos inconstantes, salí con María Elena y sus hermanos a caminar por las calles empedradas del pequeño pueblo frente al lago. Era noche de baile de diablos, rito con el que tradicionalmente celebra la gente del lugar un culto a Judas Iscariote, creado -según dicen- con alma de madera. Andábamos sin rumbo cuando nos envolvió la procesión de gentes que alumbradas apenas con candelas parecía un séquito espectral arrancado de quizá qué pasado remoto. Caminaban al son de la música peculiar de las matracas, llevando la figura de madera y envueltos en tejidos autóctonos en medio de incienso humeante. Iban rumbo al lago. Nos unimos a ellos.
A orillas de las aguas dejaron pendiendo de una viga cimbreante la figura de Judas que nombraban Maximón. Allí vi su cabeza. Era la de un ahorcado, los ojos inmensos de horror y la boca abierta con una gran lengua colgando. En un segundo todo quedó en silencio, que fue roto por triste música de marimbas, tambores y cornetas. Alguien tocó mi hombro, sobresaltado me volví y era un cuerpo humano con cachos de proporciones gigantescas. Había comenzado la danza ritual. Era una lucha entre las fuerzas del mal y del bien; el diablo y sus súbditos intentaban aumentar la legión de los condenados, y los arcángeles bajados del cielo iniciaban su lucha para salvar almas. Amenazadores gestos hacían unos contra otros. Mientras se latigueaban con ferocidad alguien puso en mis manos una botella con pulque, la leche del maguey. Bebí. Los movimientos engendrados por el ritual del diablo y sus huestes eran infernales mientras los ángeles con espadas de fuego partían en dos cuanto tocaban. Los danzantes me envolvieron con sus largas cintas azules, blancas, rojas, amarillas, con sus rostros desproporcionados de cartón pintado que semejaban bichos repulsivos, con rasgos entrecruzados de criaturas fantásticas y toda clase de alimañas saliendo por sus narices, alargando sus lenguas, desorbitando sus ojos; de la frente de algunos tres cachos en formas de ramas de árboles salían disparados al cielo; hombres con cola, vestidos de rojo, negro, verde... los otros rostros que me envolvían eran los de arcángeles, que siendo menor cantidad, siempre triunfaban, porque el bien al final vence al mal, y la luna llena reflejaba sobre las quietas aguas del lago la casa sobre los roqueríos; allí donde aseguraban que vive Mistral. De inmediato llamó mi atención la figura entrecortada en la distancia de una mujer que leía en esa casa a la luz de un débil farol: todo era espectral desde donde yo observaba. Y un escalofrío recorrió mi espalda... Bebía de otra botella el pulque con que se brindaba cuando alguien susurró a mi oído:
- “Baila, baila como todos. Sólo la muerte espera al que no baila. Si no bailas ya estás muerto... ¡baila!”
Y bailé, seguro de que moriría si no cumplía con el sagrado rito de la danza que todos practicaban. Todo me envolvió y me perdí entre ellos, entre sus caras deformes, entre sus juegos, en medio de los diablos y arcángeles luchando a muerte, que se atacaban sin tregua, con furia rabiosa, dando salida a siglos de dominación, cortando cadenas de represión que en la zona no tienen fin, con furia desbocada... y todos bailábamos... ¡danzar para no morir!... en un instante volví nuevamente a ver hacia la casa, y la mujer se había levantado de su silla y había salido a la terraza desde donde observaba la procesión en que íbamos. La vi tan sola en esa casa tan grande, que una pena larga inundó mi alma... alguien me dijo que los dioses estaban agradados con mi baile y que podía pedir de ellos lo que quisiera. Al instante mi mente se llenó con la figura de la mujer observándonos desde la distancia, sola, emergiendo débilmente iluminada, y pedí a los dioses por ella, para que no siguiera allí apresada por la muerte en esa región perdida de las montañas de Guatemala, para que pudiera descansar al fin. Bailaba y bebía a su salud, mientras pedía por ella a gritos y a nadie importaba. Sonaba la marimba muy dolorosa, monódica, cuando caí de rodillas, dos me levantaron en vilo y seguí bailando, estremecido de fuerzas nuevas, y el sonido de la marimba retumbando en mis sienes, con su canto alegre que nunca paraba de animar, retumbando en mis sienes, como una campanilla suave dentro de mi cráneo que se agrandaba cada vez más como queriendo taladrar mi cerebro, y la marimba me envolvió hasta no permitirme oír otro sonido en el mundo que me rodeaba, un sonido cada vez más fuerte que terminó por envolverme... y corrí, corrí rápido como alma que se lleva el viento, corrí por la orilla del lago hasta llegar exhausto frente a la casa blanca de ventanas rojas; tomo aire frente al portón y toco furiosamente, con ira, con temor y angustia por esa realidad que se agolpaba en mí y quería entender, asustado de que todo el ensueño, de que el encanto acabara allí pero también íntimamente satisfecho de haber llegado a aquél punto, cuando iba a saber que Gabriela Mistral no estaba detrás de esa puerta, de que mi mente iba a quedar tranquila cuando la razón me obligara a reaccionar.
Toqué, ahora con suavidad, una y otra vez. Se abre la puerta y ella es quien sale a recibirme, es efectivamente Gabriela Mistral, ella vive en verdad en Panajachel, sin duda es la maestra de Neruda, alta, majestuosa, enigmática. Mis ojos se fijaron en los suyos y eran sus ojos verdes bellísimos, y caí de rodillas ante ella, sobrecogido, cuando sentí su mano acariciando mi cabeza que no intenté jamás volver a levantar, sólo veía hasta sus pechos resguardados como escudo por una medalla de Santa Teresa de Avila que colgaba de su cuello con una fina cadena dorada. No pude hablar, solo balbuceé palabras sin sentido y volviéndome caminé de regreso hacia el pueblo, por la orilla del lago, en otra dimensión, entre sombras de colores, plantas vivas que abrían camino solas a mi paso, caminé sin llegar jamás a la procesión de luces que seguía, gritos y música de marimbas que se alejaban de mí en la distancia.
Amanecí tarde, durmiendo en mi hamaca afirmada de las rocas a la orilla del lago, en la casa de María Elena, aún borracho de pulque, música y algarabía. Caminé lentamente por las luces reflejadas del lago por el sol que envuelve todo cuanto allí existe, enfilé por las calles empedradas de la entrada del pueblo, con una sed endemoniada que me obligó a entrar al primer negocio a mi paso y beber de una zampada el agua de tamarindo fresco y helado que aplaca mi garganta. Más despejado, caminando con lentitud, detengo mi andar frente al escaparate iluminado de una librería a mi paso. Con emoción mis ojos vieron de inmediato la imagen de Gabriela Mistral en un libro con sus obras, fijé mi vista en la foto de la maestra que el volumen reproducía: de su cuello pende la fina cadena dorada que sostiene la medalla en que se ve a santa Teresa de Avila.
(C)Waldemar Verdugo Fuentes.

31 de agosto de 2009

RECUERDO DE BAJA.

BAJA CALIFORNIA SUR.
(Collages: Waldemar Verdugo Fuentes)



BELLA BAJA!

"NIÑA ERRANTE" DE GABRIELA MISTRAL.

CARTAS DE LA “NIÑA ERRANTE”.
Por Waldemar Verdugo.

La publicación de “Niña Errante” (Editorial Lumen), que rescata la correspondencia entre Gabriela Mistral y Doris Dana, ha generado intensas reacciones. Los chilenos entramos al siglo XXI como un país desarrollado, y ciertos aspectos de nuestro acontecer cultural también son indicativos de ello. El inicio de la publicación de la correspondencia privada de Gabriela Mistral, al tratarse de nuestra más alta poeta y educadora, comienza a revelar un aspecto muy delicado de nuestra chilenidad. Ella sufrió tormentos y denigraciones en Chile, para transformarse en icono una vez que se hizo extranjera. Sin embargo, nunca dejó de ser nuestro país su punto de referencia, y en su obra está más que claro que se ocupó de hacérnoslo saber, por ejemplo, antes de ella el mestizaje está ausente del discurso chileno sobre la nacionalidad (lo que no se debe entender como la idea de una personalidad chilena o de lo chileno, que sería en sí un proyecto racial, sino enfocado al hacer mejor las cosas a partir del lugar donde uno vive). La incomprensión de Chile hacia su vida privada, la desconcertaba y le dolía, calificando nuestra sociedad chilena de la primera mitad del siglo pasado, como “conservadora”, “sin sentido común” y con rasgos de “inmadurez”. Con la publicación de estas cartas, nuestro país asume a una Gabriela digna y responsable de sus derechos humanos de ser libre en su intimidad, sin deber al respecto explicaciones a nadie más que al objeto de su amor, embriagada en su racionalidad por explicar la emoción del sentimiento, diciendo a Doris: “Procuro cuidarme para ti. Yo no tengo razón de vivir. Cuando llegaste, yo no tenía nada, parecía desnuda, y saqueada, paupérrima, anodina, como las materias más plebeyas. La pobreza pura y el tedio y una viva repugnancia de vivir. Todo lo has mudado tú.” En estas cartas se lee la exquisita belleza de su escritura, su perfección formal, su intensidad y su emoción. En la historia sólo le encuentro un parecido a los pocos fragmentos que se han rescatado de Safo, la poeta griega. Este epistolario es pura prosa poética.
Gabriela Mistral asumió una postura abierta e insistente de protección a las minorías raciales, a los niños, las mujeres, sus indios pobres de los países americanos , que contrasta, por supuesto, con el silencio de su identidad sexual, lo que para ella era lógico por pertenecer este aspecto el que traza un límite entre el individuo y el Estado. Su identidad pública ella no temió exhibirla por completo, y la hizo famosa en el mundo de su época, pero su identidad privada era sólo de ella, y la vivía en gracia porque nunca leemos en esta correspondencia con Doris Dana reproche al cielo, son cartas terrenales, que la revelan humana más que humana, viviendo el instante en que “todo daña al amor, excepto él mismo”. Con alguien de toda confianza a quien encargar que le compre un calentador “para este cuarto nuestro”. O resignada a la separación del objeto de su amor: “Yo prefiero saberte feliz y plena a saberte sola y vacía”...correspondida al ser tratada de “preciosa” (cuando todo Chile le decía fea), “linda”, “vida mía”, “amor mío”, como la nombra Doris. Gabriela Mistral, en su intimidad, simplemente no se consideraba distinta a nadie, porque la expresión sexual debe ser una expresión íntima, sin mayor importancia que para las vecinas del conventillo. Ella es una adelantada. Era algo como recién se comienza a entender en nuestra época, cuando estamos en el comienzo del fin de represión a las minorías sexuales. La Mistral nunca se sintió diferente, eso es todo. Para ella la expresión de su sexualidad era algo completamente natural, como debe serlo para toda persona sana. Quizás, Gabriela Mistral en su plan de trabajo social y poético sabía que explicitar su vida privada levantaba el obstáculo que implica la homofobia, pero no basta dejarlo ahí, porque ella además se enfrentaba al juicio del propio Estado chileno, de quien, al final, dependía su trabajo consular. Quizás intuyó que ese no era su momento pero que dejó explícito en su correspondencia para que brotara en su instante, al final era una visionaria. Estarán de fiesta los ingenuos estudiosos queer, que buscan arrojar luz sobre la participación de gays y lesbianas en el proyecto de construcción de la nación universal que anuncia internet, aunque sea obsoleto ver la sexualidad o la identidad sexual discriminada como origen motriz de una vida o una obra, es decir, como ontología. No se trata de celebrar el triunfo de “los nuestros” (sea del sexo que sea) por sobre el orden oficial. Se trata de respetar la libertad de cada cuál en la medida en que no afecte a otro. Es decir, se trata de mejorar la relación del Estado con todos, en búsqueda del bien común.
La socióloga Sonia Montecinos reconoce en “El Mercurio” hoy día que le dio pudor leer las cartas, y se pregunta: “¿Por qué seleccionar del nuevo y enorme legado de Mistral, que custodia la Dibam, las cartas entre ella y Doris? En un contexto chileno anegado de voyerismo y fisgoneo, de goce perverso por las comidillas de la farándula, un libro como éste puede entenderse como parte de una cultura que busca solazarse con lo íntimo”. Para el teórico literario Cedomil Goic, “hablar del aspecto sexual supone errores en torno a la poeta, que era una mujer sensible, de afectos sinceros e intensos, pero eso no quiere decir otra cosa”. Para el poeta Armando Uribe, Premio Nacional de Literatura, “estamos ante una correspondencia de mucha fuerza literaria y emoción. Me atrevería a calificarlas de poesía en prosa. Por otro lado, son muy emocionantes y muestran una relación que podría calificarse de bastante tórrida, pero planteada con dignidad. En ese sentido, tienen valor doble”. Para el presidente de la Fundación Premio Nobel Gabriela Mistral, el poeta Jaime Quezada, “en estas cartas vemos un amor pleno, es una amistad con A mayúscula. Esta obra epistolaria, sin duda, ayudará a desmoronar algunos mitos y fábulas, sobre todo en un universo de país como el nuestro, donde la leyenda nunca dejó en paz a Gabriela. Ahora la poeta queda en su sitio, como quien supo amar a alguien más, sea éste un hombre o una mujer”. El poeta Floridor Pérez pide evitar los prejuicios: “En el pasado, hablar de cualquier tipo de estas cosas era montar un escándalo. Hoy querer diagnosticar cae en la discriminación. Igual uno se pregunta, ¿acaso dos personas del mismo sexo no se pueden querer?” Para el escritor Grínor Rojo, revelaciones de este tipo no cambian mayormente nada sobre la interpretación que se pueda tener sobre la obra de la Mistral: “Me preocuparía si complejizara su poesía, si le diera un vuelco a la lectura que estamos haciendo de su poesía. Y me parece que eso no pasa. En cuanto a la imagen pública, me tiene enteramente sin cuidado”.
Por cierto que la vida de Gabriela Mistral no se puede rescatar tan sólo en torno a pruebas documentales que despiertan la curiosidad morbosa de corroborar su expresión sexual, un hecho meramente personal. El deseo de conocerla debe obedecer a la proyección nacional que representa, a su capacidad de funcionar como herramienta en la construcción de la nación. No es la encrucijada de un sujeto individual el que estamos conociendo; es la encrucijada de toda una nación. Fue una de las mujeres con ideas más avanzadas en su época, solicitada por todos, creadora de complejos sistemas educacionales pioneros de los existentes hoy día, y que, en la intimidad de su vida cotidiana, era capaz de escribir sin complejos de su vida personal, sus amores y desvelos. Porque estas cartas revelan la enorme estatura de una de las mujeres claves del siglo XX, y la hacen una obra literaria de calidad universal, es decir, cualquier editorial de la actualidad podría haberla publicado, y es de esperar que el Estado chileno, administrador de este material, esté negociando en su justo precio este tesoro invaluable: más de cincuenta mil hojas, en que las cartas ascienden a unas diez mil, según estima Pedro Pablo Zegers, y sólo doscientas cincuenta de ellas integran el epistolario con Doris Dana, lo que significa un legado artístico único.
Me habló Fernando Zavala de El Mercurio, preguntando si esta obra afectaba la visión de la escritora en el proyecto de filmación de “La Mistral”, guión que trabajé para Stan Jakubowicz, y respondí que no sufre variación alguna esta revelación histórica en la vida privada de Gabriela Mistral, porque, si bien tratamos también artísticamente su relación con Doris Dana, incluso con un sutil aporte genial de la actriz mexicana Angélica Aragón, durante la lectura que hicimos en Chile, para revelar la alegría del amor que vivía la escritora, está la cinta más bien enfocada en la figura enorme que representa Gabriela Mistral, porque los discursos y las prácticas de esta mujer tiene un costado social o colectivo, que al final, en su caso, tiene que ver con todo el mundo, donde era una personalidad influyente veinte años antes de recibir el Premio Nobel. El suyo es el legado de una personalidad de la cultura universal, que está en las bases de la sociedad humana actual.
© Waldemar Verdugo Fuentes.

RECUERDO DE NUEVA ORLEANS.

NEW ORLEANS.
Collages: Waldemar Verdugo Fuentes.








NUEVA ORLEANS.
Collages: Waldemar Verdugo Fuentes.

ARGENTINA: Visiones.

BUENOS AIRES Y MENDOZA
(Collages de Waldemar Verdugo Fuentes)













BUENOS AIRES Y MENDOZA
(Collages de Waldemar Verdugo Fuentes)