23 de abril de 2010

TATUAJE DE MAR Y TIERRA 1

El mar es la cuna de la vida por un proceso aún no bien conocido que tiene algo de milagroso, donde brotó la primera célula, el protoplasma original que fue evolucionando poco a poco hasta convertirse en las formas inferiores de seres vivientes, hasta que uno o una pareja de ellos, que habían hecho su hogar en las aguas profundas, fueron desterrados o por puro deseo de estar solos, caminaron los senderos de arena y nadaron las aguas oscuras hasta la luz que se divisaba arriba, adoptando un tipo de vida anfibia en la playa que poco a poco se convirtió en terrestre. La tierra firme, entonces ya plena en árboles, plantas y flores, limpia de lluvia y viento, rica de sol, comenzó a poblarse y animarse hasta llegar a nosotros, los llegados del mar al mundo deshabitado. Aquí he llegado a sus orillas, cansado sin razón de tanto andar de viaje. Algo deshabitado a plegar mis alas como piedra mojada en aguas de crepúsculo, en cierto fragor burbujeante igual viniendo y huyendo y comenzando hasta perderse, a mi hogar sin madre, familia ni nadie diciendo que saliera, ni nadie diciendo que me entrara, una cosa conmigo mismo, adentro de mí mismo, sin sombra tendida junto a mi en la arena, pudiendo entrar desnudo en el mar para sentir volver purificado a la tierra. Aquí he llegado a vivir a orillas del agua sin dudas inteligente, las mismas aguas de la vida geométrica. Al mar, el poderoso hacedor de geografías, el purificador de universos, el soltero imperturbable que ríe, baila, trabaja, poderoso, robusto y transparente, sonoro de puro canto que suele convertir en rugido constelado. Al mar chileno que canta don Alonso De Ercilla cuando narra que llegó a Chile en su nave dando cuenta que era la capitana de la armada, que arrojada de la áspera tormenta andaba sin gobierno derramada, cuando con tal furia a la nave el viento asalta, y tan recio y presto el terremoto, que la gran ola cogió la vela mayor alta y estaba en punto el mástil de ser roto, por la braveza del mar, el recio viento, el clamor, alboroto, las promesas, el cerrarse la noche en un momento de negras nubes lóbregas y espesas, los truenos, los relámpagos sin cuento, las voces asustadas de pilotos hacen un son tan triste y armonía que el mundo perecía, con fuerza tan brava, que ningún aparejo gobernaba con la mar hasta los cielos levantada. Fue la furia tan presta, que aún no había amainado la gente, cuando fue que vieron los pilotos la costa y viento airado inclinando la nave hacia ella, rindiendo la esperanza al duro hado, con las hinchadas olas rebramando en las vecinas rocas quebrantadas, en la oscura tiniebla penetrando, hirviendo el agua con la arena y los cuatro poderosos elementos contra la flaca nave conjurados, traspasando sus términos y asientos, yendo del todo desordenados, indómitos, airados y violentos, removidos, revueltos y mezclados en su antigua discordia y fuerza entera, como en el caos y confusión primera. Pues de tantos contrarios combatida, la quebrantada nave forcejeando, iba casi de un lado sumergida, las poderosas olas contrastando: más ya al furioso viento y mar rendida, sin poder resistir, se va acercando a los yertos peñascos levantados, de las violentas olas azotados. Con la congoja del morir presente, las voces y las lástimas crecían, pilotos, marineros y la gente, como locos, sin orden discurrían. El uno con el otro se atraviesa, y así turbado del temor se impide; quien a públicas voces se confiesa y a Dios perdón de sus errores pide; quien hace voto expreso, quien promesa; quien de la ausente madre se despide, haciendo el gran temor siempre mayores los lamentos, plegarias y clamores. Por otra parte el cielo riguroso del todo parecía venir al suelo, y el levantado mar tempestuoso con soberbia hinchazón subir al cielo. ¿Qué es esto, Eterno Padre Poderoso? La confianza y ánimo más fuerte al temor se entregaban importuno, que la espantosa imagen de la muerte se le imprimió en el rostro a cada uno: del todo ya rendidos a su suerte, sin esperanza de remedio alguno, el gobierno dejaban a los hados corriendo acá y allá desatinados. Más Dios, que de los suyos no se olvida (aunque a veces su favor dilata), a su lugar volvió la sangre fría, cuando con la súbita alegría lanzó fuera el temor desconfiado que había los miembros ya desamparado, resguardando a todos en una isleta que resiste al furor airado, y a los continuos golpes de marea que bate furiosa de lado a lado, una caleta que brota como seno tranquilo y sosegado donde se hace seguro albergue y dulce abrigo y donde al llegar la luz del día ya habían desembarcado, salvos.

Don Pedro de Oña también vivió el furioso mar chileno envuelto en ira, cuando un vecino sin color al otro mira sin verlo de miedo cegado, la gente hablando a puras voces altas pero sorda, atónitos, confusos, derramados, los más temblando en pie y arrodillados; pareciendo desgarrarse el alto cielo, abrirse entre las olas el profundo mar, y la compuesta máquina del mundo deshecha derramarse por el suelo. Ahora todo en calma, como quien dice que aquí no pasó nada. Los pájaros marinos, repletando sus rocas y en las araucarias al norte de mi ventana, cansados dormitan semejando masa oscura como amor sin besos. Abajo de mi terraza hay focas con sus familias en los riscos de mar afuera y otras saltan por la orilla mojada de agua tan cristalina que veo las estrellas marinas tendidas en el fondo transparente. Las golondrinas de mar, mansas y graciosas, cruzan de un lado a otro como saetas van y vienen desde sus grutas. Bajo a la playa seguido de Lucrecia y Obama, ni un pájaro ni hombre ha tocado antes lo que caminamos recién inventado por la nueva situación, mientras las espumas rebasadas se levantan por la suave brisa entre los desfiladeros, la arena descubierta en que van quedando nuestras huellas es borrada por las verdes olas suaves que se asoman tímidas de blanca espuma antigua y sal azul de mar paseando solo, a pasos lentos. Mis perros se adelantan corriendo y ladrando hasta detrás de unas grandes rocas: en un blanco grupo salen volando gaviotas en bandada tumultuosa. Siento un pájaro volar de mi pecho y volver a mi en igual instante. Este es el mar con sus propios sentidos el que borra mis huellas, el más poderosos, el que he visto abrirse de par en par, quebrado de repente, en cuyo centro mi ojo viera el comienzo del mundo, con el mar riendo y batiendo la cola, sintiendo salir de mi mismo como espuma en galope, sacudido. Miro restos de mástiles y grúas, entre corales y algas, algunas tan finas como no había visto, de formas y colores nuevos, devorados mis ojos de sal destituida. Un grupo de alcatraces salen de sus rocas frías y estiércol, ásperos de ritmo lento. Recuerdo al viejo Nicanor Parra, hace unos pocos días, en la terraza de mi casa mirando la distancia líquida, como ahora hago, diciendo como quien reza una oración: “siempre había vivido mi familia en el valle central o en la montaña, nunca supe del mar hasta que partí con mi padre desterrado a Chiloé, donde al descender del tren, con voz que tengo en el oído intacta, dijo mi padre: este es, muchacho, el mar. El mar sereno. El mar que baña de cristal la patria”. Poco antes del 27 de febrero de este 2010, cuando viví todo y nada, nada y todo. Ahora cuando siento que de nuevo existo, canto a viva voz, creo, recién lavado.
© Waldemar Verdugo Fuentes.

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