16 de mayo de 2012

DE INMORTALES

GENTES DE CHILE (Fragmento de Novela Inconclusa) Hoy al mediodía, según habíamos acordado, subimos a la cordillera por la ruta 78 hasta el sendero más arriba de la Cascada de las Ánimas para almorzar con Don Tano, uno de nuestros muy venerados hombres de conocimiento. Manejando sin apuro, se logra cruzar en menos de tres horas el corazón del valle donde brota esta ciudad magnífica en que nací. Como suelo hacer, de ofrenda llevando sus preferidos erizos negros de lengua gruesa y dorada, así como lisas azules y blancas, y también ahora unos sabrosos Mahimahi que vienen desde la Isla de Pascua, de carne sabrosa apta para cualquier preparación, que los pescadores trajeron este amanecer desafiando a las aguas bravas que ayer reinaban frente a mi casa en la playa, a orillas de los mares del Sur, donde se cruzan el Meridiano 33 y el Paralelo 71. Vivo en la aldea de pescadores de la Caleta de San Pedro de Cartagena, a orillas en línea recta al mar de Santiago: en estas aguas hay corrientes que llevan al mar oculto una de cuyas bocas está entre el continente y la Polinesia chilena; son mares de un azul eléctrico ahora cuando termina el invierno; son aguas bravas casi todo el año y luego de las tempestades se arrastran como un manto que se extiende más allá del horizonte, hacia la fuente del océano que se pierde en la salida sur a la Antártica chilena, cruzando la conexión al reino interior con el mundo exterior al sur de mis pies y el norte sobre mi cabeza. Al oeste está la tierra de los Hiperbóreos, limitada en su perímetro por el río océano donde los peligros de navegación por los restos del continente hundido están señalados con verdaderas columnas de diamante que brotan de los hielos antárticos mirando al sur, a la entrada al oculto reino interior, entre el Cabo de Hornos y la Tierra de O’Higgins. Al este subiendo en la distancia están los montes sagrados andinos, cuya fuerza reposa en el silencio. Llegué a mi hogar en Cartagena después de navegar desde Acapulco cruzando en calma casi todo el océano Pacífico, hasta que entrando a las aguas enfilando a Valparaíso fue cuando todo se volvió tinieblas, nos envolvió un mar sumamente agitado, y una corriente desbocada nos arrastró varias horas; temiendo zozobrar vimos una isla que flotaba como elevada por la bruma, que se transformaba en tal espesa niebla que parecía brotar sobre un infranqueable muro de metal y piedra escarpada y desnuda. Era como un monte oscuro por la distancia y me pareció tan alto como no había visto nunca otro alguno. Un ruido sordo pegaba contra los arrecifes y la alta resaca dejaba oír sus lapidarios gruñidos contra nosotros. El barco parecía hundirse tan bajo a ratos, que subía a penas sobre el nivel del mar. En un instante, como si arrancara de la tierra que veíamos, un torbellino sacudió la nave por la proa, la hizo girar con tal brusquedad que se levantó la popa en alto, mientras la proa se hundía y el mar se cerraba sobre nosotros. Anclamos en esta caleta de aguas bravas, sin embargo con accesibles acantilados en forma de herradura y abrigada del viento. Luego de realizar en el inmediato bosque de eucaliptos los ritos y las oraciones en honor de los muertos como el capitán iba indicando, vimos aparecer una multitud de sombras entre sutiles reflejos de los que fueron en vida ancianos, mujeres y hombres, jóvenes y niños que nos abrían paso en silencio y con cierta actitud cálida, hasta que cruzamos a la zona de luz que marcaba la entrada a la Caleta de San Pedro. En las puertas ocultas entre los roqueríos, en una inscripción en la piedra, tallamos: "Quien ha llegado aquí, puede llegar a cualquier lugar que exista o no exista”. Aquí en Cartagena hice mi hogar que levanté en una roca alta de los acantilados. Una vez que anclamos, y rescatamos el barco casi intacto, tampoco supimos la dirección que nos trajo; aún cuando tuvimos un deseo manifiesto de explicarnos las rutas de navegación, no supimos decir qué tipo de energía hizo moverse al barco por sí mismo, como un animal vivo entre las rocas, indicándonos solo el rumbo que seguía en un sistema de coordenadas radiales que, después supimos, tenía como centro de referencia el Oráculo de Cartagena. Este Oráculo, ahora sé, cuando lo fuimos conociendo, es en apariencia nada más una roca circular perfectamente pulida por el mar, pero obra de mano humana, al centro de la cual alguien construyó un altar pétreo y está la estatua de San Pedro, patrono de los pescadores; semeja otro artificio, pero existen fotos antiguas en que se ve que existió a partir de allí un muelle de pura piedra que entraba en las aguas hacia un ojo marino, que visto desde lo alto en los acantilados refleja en el mar que lo rodea todas las cosas como sucedieron, como están sucediendo y como han de ocurrir. Cuando descubrimos tal hecho irrazonable, guardando silencio intentando convencernos de que no sucede nada, sin embargo delatados por el ceño preocupado ante nuestra impresión de mirarnos como fuimos, como somos y como seremos; el capitán restó importancia al hecho magnífico, diciendo: -Concentrándose en un punto, para cualquier persona es fácil ver lo que fue, es, y será, no es algo singular: sólo requiere concentración. Sólo es que aquí no requiere de nada, porque las aguas son naturalmente oraculares. Eso es todo. Muy poco más debemos saber que hemos llegado a un lugar seguro. -Pero, físicamente ¿donde en realidad estamos? -dije. -Estamos en un sitio que es todos los sitios a la vez y ninguno. Poco tiempo después de la caída del país Antártico, cuando los habitantes del Mundo interior lo absorbieron entre las aguas detenidas en los hielos más colosales del sur, varios pueblos se esparcieron por estos mares. Dijo que algunos huyeron a las islas Polinesias que veo desde mi hogar, ellos son los constructores de los moais cuya alma preserva el pueblo Rapa Nui. Otro grupo se quedó a nuestras espaldas, en el valle más fértil cobijado por los montes sagrados, ahí levantaron su lugar capital justo donde los españoles nombraron Santiago de la Nueva Extremadura. De los que escaparon con vida cuando cayó la segunda luna y quebró los continentes, simplemente fueron arrastrados en sus cóncavas naves del mar a estas playas que inician el principio sur del fin del planeta, quizás esperando volver a sus sitios de origen, pero quedaron atrapados del lugar que los había salvado. Arribaron de muchos lugares; algunos vinieron del país de los Cardófagos, que se alimentan principalmente del fruto de cierto cardo, cuyas semillas trajeron, esparcieron aquí sus sembradíos, y quien lo prueba se olvida de su patria. Otros lograron llegar hasta aquí cruzando el triste país de los Muertos, en los confines del océano de profunda corriente, donde el sol resplandeciente jamás ilumina con sus rayos: debieron cruzar la zona del sueño y rodear la cueva desde la cual se puede descender al Reino del Mar. Los que logran, cuando más, cruzar sin novedad luego zozobran con sus naves intactas en estas aguas bravas del sur, lo sucedido con nosotros. Aunque algunos, como los que pudieron tallar y pulir el Oráculo de Cartagena en un tiempo olvidado, son naturalmente empujados hacia acá por el Hacedor de Caminos: “Nada más se sabe” -dijo acabando mis requerimientos, muy serio, el capitán, quien, reparado su barco en pocos meses volvió al mar, vayan en recuerdo de su enorme estatura estas líneas. Conversando con gente de la zona, he oído decir que sus mayores vinieron en el tiempo del hundimiento de las aguas, que corresponde al tiempo anterior a la época del bronce, metal que creaban de la aleación del estaño, del cobre y otros minerales comunes en este lugar como el plomo y la plata. El estaño lo tomaban fácilmente los antiguos y con él fabricaban espejos, recipientes pequeños destinados a contener perfumes o medicamentos y también para soldar y afirmar sus construcciones. Para conseguir cobre simplemente lo excavaban de los caminos que cruzan todos los Andes chilenos, que vemos en la distancia si miramos de espaldas al mar. El oro no era importante porque sus mayores tenían también la receta para hacerlo, pero al ver la codicia por este metal que demostraron los invasores europeos del siglo XVI, la receta fue tan oculta que terminó por perderse. Aún hoy, en recuerdo de los antiguos que poblaron esta zona se cultivan rarísimas especies como la canela, el sándalo y la mirra, que se aprecian más que el oro. Aquí, en estas aguas bravas vive la maravillosa borrachilla, el pez dorado iluminador de la mente que se alimenta del peyote del mar que arrancan del fondo de las aguas. En esta época suele dejarse caer la tarde con un gran viento, súbito como el ancla cae en las aguas profundas. El mar ondula su vientre por encima de los botes y remolcadores, y anda como queriéndose engullir la Caleta de los pescadores de San Pedro. Muy luego el cielo se quiebra en rayos y truenos. Los barcos en la distancia de las aguas se estremecen con sus sirenas al aire. Los lanchones buscan protección hacía la raya del horizonte, perdiéndose entre nubes tempestuosas que los funden en la oscuridad del mar. Gaviotas y alcatraces gritan desde los acantilados. Las lobas marinas lanzan al viento su canto largo como si estuvieran pariendo. Con la entrada de la noche, que se viene temprano, súbitamente se deja caer el aguacero, y los caminos de Cartagena, que desembocan todos en el mar, se transforman en peligrosos ríos. Sábanas de lluvia se desprenden del cielo cubriendo el pavimento y las veredas: si parece que las aguas andaban queriendo salirse del mar. Ayer, tanto duró el aguacero que el corazón se apropió de todos. Nos fuimos los que estábamos a la terraza frente a la aldea de los pescadores a orillas de los acantilados. -Los cauces arrastrarán sus casas tan frágiles. No resistirán -dijo alguien. -¡Resistirán! -afirmó enérgico el otro Waldemar, mi asistente, mis ojos. Y todos estuvimos de acuerdo, aunque nuestro corazón estaba sobrecogido. Sentí cómo la naturaleza desatada sacudía persistente los techos y barría las calles de todo. Sentí como quien esperaba un milagro o un hecho distinto les despertara del sueño malo con viento en el mar. El temporal ya era un gigante, brutal. Llegó alguien asustado, diciendo que la bajada blanca a la Caleta era como un canal desbocado abriéndose en todos sentidos. En el mar, los botes que no alcanzaron a sacarse, como caballos espantados, aparecían y desaparecían entre las olas, algunos queriéndose estrellar sin compasión en las rocas que crecen de las aguas. En un instante la proa del bote con piso transparente se hundió en las aguas para siempre, no pudo soltarse mar afuera y afrontó su destino. Los mares del sur estaban furiosos y temimos en un momento que brotara el gran tentáculo de que hablan, la gran lengua del mar que absorbe poblados enteros. Cartagena se ahogaba por los cuatro costados. En sus cerros y a orillas de los acantilados, en todos los patios los árboles milenarios y los nuevos barrían el planeta con sus melenas desatadas. Un rayo partía en dos nuestro pequeño mundo cuando algunas mujeres con niños en brazos y los pescadores que estaban en tierra abandonaron sus casas, a punto de desprender el viento de sus cimientos y precipitarlas al mar, bien podía desencadenarse una tragedia, y buscaron refugio en el corredor techado de la Junta de Vecinos y otros en el gimnasio del Club Deportivo, las construcciones más seguras donde se dispuso todo y las hileras de niños, mujeres y hombres fueron cruzando las calles de agua hacia el refugio ocasional, con sus cosas más imprescindibles, silenciosos, cumpliendo un rito de antiguo conocido, envueltos en una tristeza larga, apuntando sus ojos implorantes al mar sordo iracundo elevado por el viento. Y todos los que estábamos más protegidos recibimos amigos, y llegaron los Pakarati, que ni siquiera en su Isla de Pascua están acostumbrados a que les entren las aguas bravas por los cuatro costados, y trajeron sus guitarras y animamos la tragedia con un poco de música. Los niños a salvo del viento y del agua, y los más pequeños dormitando acurrucados en el regazo de sus madres jóvenes, iluminadas con sus ojos de lapislázuli enmarcados en la tez fina y con el cabello en desorden bajando a sus hombros. Los mayores en voz alta nos guiaron en un Padrenuestro por los pescadores a quienes el temporal les salió al encuentro en su faena del día. Luego nos embargaron las santas cuestiones que vienen acá abajo con los temporales, que camas secas y un ulpo para los niños, el pan amasado, que el carbón no se moje, el mate con malicia que corre. Que fuimos y vinimos. El viento prosiguió toda la noche y al amanecer su concierto silbante y los árboles, deshojados y transparentes como fantasmas, parecen elevados al cielo. Las araucarias y eucaliptos, sin embargo, apenas son despojados de unas hojas. También las cercas de pino capean bien el temporal. Con las primeras luces de hoy día las aguas bravas se compadecieron de sus hijos, y alguien hizo notar que un arcoiris de paz se quedó dormido sobre las algas. Las mujeres miraron a sus hijos como una sola alma y se abrazaron, luego volvieron a sus casas y ninguna estaba destruida. El otro Waldemar fue que advirtió en la distancia de plata cuando junto al sol poco a poco se fue apareciendo algo semejante a un collar de hielos, eran los pescadores, salvos todos, con sus lanchones cóncavos intactos del mal tiempo, casi al ras del agua por el peso de la pesca abundante. Llegaron los botes cargados de peces, todos ayudando como cada uno podía, arrebatando las embarcaciones en vilo de las aguas para ser recibidos los valientes con aplausos. Hoy las gaviotas y los alcatraces se lanzaban en picada y sacaban del mar sus peces que parecen danzar en el aire, aún vivos, para luego engullirlos de un bocado. Los lobos marinos y sus familias amanecieron alborotados comiendo la pesca submarina que se vino abundante. Cuando entramos antes del mediodía por la ruta 78 del Sol que lleva hasta la misma cordillera nos envolvió un aroma a sándalo que brotaba del aire, y dedujimos que lo traía al valle las brisas que llegan desde las islas de Juan Fernández, donde más crece libre esta planta de flores róseas y madera amarilla olorosa. Cruzando por esta ruta desde el mar hasta la casa de Don Tano hace posible apreciar la magnificencia que ha alcanzado Santiago: puro edificio de buena y diversa factura subiendo la cordillera, con inapreciables paisajes de fondo. Del maestro Don Tano de Santiago, se dicen muchas cosas pero la verdad solo él mismo la sabe. Nadie niega que es un inmortal. De sus orígenes se han inventado fábulas dignas de mencionarse: según unos vino del sur antártico y aprendió su sabiduría del mismo Rey del Mundo interior, que vive en el fondo de los hielos desde hace siglos. Según otros, nunca ha salido de Santiago porque brotó del corazón de la gran cordillera de Los Andes, del mismo lugar donde salieron los primeros que vivieron en Chile hace más de 10000 años. Una vez oí a alguien preguntar a Don Tano cuál de estas dos versiones era la real, y él respondió: “¡Ambas, idiota!” Yo era joven entonces, pero recuerdo con claridad la situación; a pesar de llevarle de regalo, además de sus preciadas lisas y erizos un soberbio congrio colorado, recién pescado, mi primera impresión al llegar esa lejana mañana a su morada fue el ser inoportuno, al abrir él mismo la puerta y hacerme entrar cuando vi que estaban en su casa tres hombres desconocidos y una mujer, Doña Quela, de quien había oído hablar: de inmediato me ofreció un sorbo del agua que ella bebía en su vaso que volvió a llenar de un cántaro de greda negra, desapareciendo mi temor de importunar. Luego me integré de inmediato. Pero el temor me envolvió nuevamente al darme cuenta que estaba en presencia de gentes de conocimiento del valle, algunos de los cuales como Don Tano y Doña Quela, son tildados de inmortales. La primera hora sólo me dediqué a escuchar y a ratos tenía la sensación de no moverme simplemente porque mis músculos estaban aterrorizados. ¿Por qué se me aceptaba entre ellos? Había oído que existían inmortales sacrílegos que en sus reuniones sacrificaban a una víctima, a un simple mortal como yo, para regar con su sangre la tierra que los había reunido. Y mis músculos se paralizaban, sin embargo escuchaba atentamente cada palabra que decían y eso me fue tranquilizando. Luego me vino la impresión de que podría quedar en ridículo en cualquier instante si cometía un error, y de paso desprestigiar al maestro Don Tano quien era mi anfitrión. Necesitaba crear una estrategia para protegerme, y decidí, primero que nada, no abrir la boca si no se me preguntaba algo. Me senté en un taburete discretamente alejado del centro de la atención. Luego, cuando vi los ceniceros llenos los fui vaciando. Entre los datos que uno se va enterando con los años, de la mujer, Doña Quela, de ella se dice que es una inmortal que trabaja con el Disipador de las Dificultades y vive en Santiago desde el siglo XIII. Ha recibido el nombre de machi, maga, maestra, buena amiga, pero sólo es una inmortal que vive de su trabajo como médico siquiatra. No representa más de cuarenta años, bellísima y casi cegadora a la vista las veces que me atreví a verla a los ojos; es aconsejable caminar detrás de ella; alguna vez le había preguntado si era verdad que es una inmortal, y respondió: “¡Mejor cambiemos el temita! ¡No seas niño!”. Supe que uno de los hombres que allí estaban era un inmortal que vive en la Polinesia chilena desde el siglo XVII y es un tallador en piedra de las formas de Dios, que puede enseñar con jeroglíficos de escritura Rapa Nui la historia del pasado del hombre. Otro es un inmortal errante, avecindado en Santiago ejerciendo como maestro de primeras letras desde el siglo XVIII, discípulo en la edad media del maestro conocido como “el más grande de los inmortales” anotado en los libros de historia como el Doctor Máximus. El último hombre, que tampoco yo conocía, era un inmortal que terminaba su voto de silencio en soledad de 100 años en las alturas de la cordillera de Los Andes en cuyas faldas está construida Santiago coronando un valle que llega al mar, que veía desde su ermita elegida en las rocas: al hablar luego de su largo silencio, lo primero que dijo fue que no se necesitaban palabras pues aquí se trata de comunicarse de corazón a corazón. Todos lo elogiaron confirmando que en su silencio habló tan verazmente como pocos hombres han hablado con palabras comunes, y estuvieron de acuerdo en que obtuvo el don de transformar a los seres con su mirada. A la hora del almuerzo les preparé con rapidez las lisas y los erizos y sus expresiones al saborearlos borraron cualquiera aprehensión mía que pudiera aún existir: si me fueran a sacrificar, pensé, perfectamente podía yo antes haber envenenado su comida; así es: confíe en ellos como ellos me habían señalado su confianza al comer de mi mano con gran gusto. Las lisas las asé entre capas de sal del mar. A los erizos verdes espinudos de lengua oro viejo les agregué vino a gusto, y el soberbio congrio colorado que medía mas de un brazo, lo abrí con una cuchilla de ancha hoja, rellenándolo con manzanilla fresca que tomé del huerto de la casa. Al abrirlo se destajó como la piedra al golpe del agua. El carbón de álamo encendido bajo el fondo de la greda con ajo machacado en salmuera, asentó su sabor y lo llevé a la boca de los inmortales, ayudado en el servicio por Doña Quela quien, no sé si sería el vino que yo mismo iba probando, calzando sus sandalias de cobre con oro acordonadas, caminaba levemente elevada del suelo. Pensé en que así ni más les sirviera las lisas crujientes y los erizos, bastaría para que mi mano les sacie y les impida la pena este día. Pronto estaban cantando y riendo mientras comían, y yo servía y les aplaudía, mirándolos a ratos desde el alféizar de la puerta, haciéndoles reír con un chiste o todos moviéndose al toque de mis palmas, incentivados por el vino que sazonó mi congrio, que ellos probaron con deleite cuando solo suelen beber agua pura de los manantiales que bajan de las montañas sagradas chilenas. Luego, con algo de ceremonia recibiendo los elogios por la preparación del alimento, me quedé instalado en la mesa grande donde también había sido invitado a comer entre ellos, sin más. El inmortal que terminaba su voto de silencio, entre tanto, hablaba con vehemencia, y le hicieron bromas al respecto, las que tomaba de muy buen ánimo y seguía hablando como si nada, contó que en su soledad de la gruta había escrito un documento acerca de entrar en la tierra, vivir en ella y dejarla. Dijo: -Desde mi experiencia he visto al hombre como una gota de agua del mar; me refiero tanto a su individualidad presente como gota, como a todas sus individualidades pasadas como gotas y olas sucesivas de mar que al fin no es otra cosa que una gota más otra gota; así veo al hombre como el vínculo que une todas las humanidades que fueron y que son. Y así como he admirado desde mi silencio en la altura donde me encontraba la grandiosidad del mar a lo lejos más allá de Santiago, he podido ver algo de la grandeza de la gota, en su posible función como una parte consciente del mar. Como personas para conocer la relación entre la gota y el mar tenemos que dejar de pensar en lo que creemos que son los intereses de la gota sin conocerlos. Y también olvidar lo que creemos que somos, como todo hombre cuya mortalidad física no es más que una pequeña parte de su realidad. En mi silencio la relación con el mar solo estaba suspendida y no interrumpida. Mucha gente venía a verme en mi ermita esperando que yo hablara o dijera algo, y al ver mi silencio infranqueable decían: “¡Oh, éste es en verdad un hombre sabio”, y se quedaban a servirme un tiempo hasta que su propia vida los llevaba por otro camino que no era el mío porque la búsqueda siempre es individual. Supe que muchos hombres practican virtudes o se asocian con gente sabia (que a veces se puede confundir con gente silenciosa) creyendo que de este modo alcanzarán la sabiduría. Se engañan. El error está al suponer absurdamente que la sola conexión con algo valioso transmitirá una ventaja correspondiente, pero es necesario mucho más, porque un asno que usa una biblioteca como establo no aprende a leer ni a escribir, y el hilo no deja de ser hilo por pasar a través de las perlas que hacen el collar. El hombre mortal no sólo está en contacto con el bien, sino con alguna de sus formas: es capaz de transmitir su función y de mejorarla. Sabe que la tierra seca no se hace fértil por la presencia de un tesoro, porque se ha de actuar de cierta manera para reavivar la tierra, ararla, regarla, ventilarla al sol. Pero un tesoro es un tesoro y existe a pesar de la ruina que parece ser la tierra que lo cubre. Así es el hombre: un tesoro cubierto por tierra arándose, porque sea mortal o inmortal es un tesoro el solo hecho de ser hombre. Desde estas distancias, ciertas noches me he deleitado en esta ciudad que se alumbra por sí misma desde que se enciende como un panal de luciérnagas cuando el sol cae al mar. Desde mi lejanía en el amanecer andino, Santiago va naciendo entre los montes como una flor al sol. Debo decir que mucho me ha sostenido la belleza de estas alturas que rodean la ciudad, de las más frías que puedan existir, pero es en verdad un oasis que más no desea uno para vivir. Ahora buscaré un maestro vivo mortal, un estudiante en proceso de despertar, y las circunstancias adecuadas para insertarme y subsistir en la sociedad de Santiago. Habló el inmortal errante: -Deduzcamos que nuestra cultura es distinta a la cultura usual, que sólo se adquiere por la información, las opiniones y el aprendizaje convencional. Tampoco es la nuestra una cultura religiosa, que es repetitiva, sigue reglas y disciplinas y se comporta de modo ético aceptable. De la cultura humana he entendido que es un desarrollo que cualquiera puede practicar, que percibe lo pertinente, ejercita la concentración y el silencio de la contemplación, cultiva experiencias interiores y sigue el camino de la búsqueda y la cercanía con lo vivo en general. El hombre mortal de conocimiento se debe diferenciar del intelectual, culto, instruido o similares que sólo son instrumentos. La vida enseña hasta qué grado pueden emplearse estos instrumentos y también cómo aunar la acción con el destino. Aquí, la gente suele decir que quiere ayuda cuando lo que desea es que se le preste atención. Dicen que quieren escuchar, cuando quieren ser escuchados. Su mayor esfuerzo y lo más valioso humano es que si van a alguna parte a comprar algo, primero deben ganar el dinero y tener alguna idea de lo que necesitan. En cuanto al niño, aquí y allá es como una fruta: nace cuando está maduro. En relación al lugar donde uno ha elegido vivir, debo decir que para mi es lo mismo porque he entendido que desde donde uno está, parte el universo. Desde donde uno está puede hacer algo, por ejemplo, para saciar el hambre de un semejante, ¿cómo conquistar el mundo interior con el estómago vacío? Tengo planeado tomar el primer trabajo que se me presente, al final se trata aquí de hacer bien cualquiera sea el oficio que practicamos. Habló el inmortal tallador de piedra: -Estamos de acuerdo, la buena práctica del oficio solucionaría todos los males en el mundo. En particular, la principal herramienta es la educación, la palabra, el tallado que hace diferente a la piedra y la hace útil con su técnica, que es copiada por otros talladores y creen que esa técnica es el camino para llegar a la forma final, que no existe porque siempre la forma cambia a pesar de todo, pero, entre tanto se transmite el conocimiento. Ya que la forma pertenece al tiempo, como un manto viejo, aquellos que simplemente imitan formas viejas son incapaces de reconocer las formas del tiempo que viven. Así, cuando el camino inmortal fue predicado por vez primera en tiempos remotos, unos dijeron: “Es una herejía”, otros dijeron: “Es un secreto que no debe decirse en público”. Los primeros eran clérigos de estrecho criterio; los otros, conformistas limitados a la forma exterior humana, aunque el amor, por ejemplo, hace a todos los hombres como inmortales. Unos, otros y nosotros mismos, al fin somos todos como olas que rompen sobre las rocas del mismo mar, en diferentes formas, con igual misterio, porque al final en el vivir siempre o por un tiempo en la tierra, su propósito final está oculto para mortales e inmortales y eso nos hace, al final, iguales. Dijo Doña Quela: -Lo que estamos haciendo por el mundo y por las personas, a menudo no es visto por el observador. Una usa sus poderes para enseñar, para curar, para hacer feliz a las personas y los otros seres vivos, de acuerdo con las mejores razones que existen para usar los poderes. Si una no demuestra milagros esto no quiere decir que no los haga. Si es rechazado el beneficio en la forma en que el hombre lo desea, no es porque no se pueda. A él se beneficia de acuerdo a sus méritos y no como una respuesta a una exigencia suya, porque el hombre tiene un deber superior: esto es lo que está realizando con sus propios medios. Muchos, aunque estén buscando una vida mejor ni siquiera tendrían vida sin los esfuerzos de los menos. Muchos hombres que han llegado a mi consulta médica creen que han recibido mi enseñanza. En realidad han estado físicamente presentes en mi consulta, mientras se les enseñaba en otra. Mi tarea junto al Disipador de las Dificultades es beneficiar a todos. La tarea de hacer que ese beneficio lo reconozcan, corresponde a otros. Mi tragedia es que, mientras estaban esperando que yo les hiciera milagros y provocara cambios comprobables humanamente, han inventado milagros que no realicé y algunos han desarrollado hacia mi una devoción que no tiene valor alguno. Y han imaginado “cambios” y “ayuda” y “lecciones” que no han ocurrido. Sin embargo los “cambios”, la “ayuda”, las “lecciones” están ahí. Ahora trabajo en ayudarles a descubrir lo que en realidad son. Mi desafío fatigoso de cada día es inducir que si continúan pensando y haciendo lo que yo dije que pensaran e hicieran, están trabajando con los materiales de ayer, que ya han sido utilizados. Igual siempre les repito que no hablen de su angustia pues El está hablando. No lo busquen pues El está buscando. El siente hasta el roce de la pata de una hormiga. Si una piedra se mueve debajo del agua, El lo sabe. Si hay un gusano naciendo debajo de la tierra, El conoce su cuerpo más diminuto que un átomo porque El ha dado al gusano su sustento. Sabe del sonido de la alabanza y de su oculta percepción por Su intervención en todas las cosas. Hacer o dejar de hacer cualquier cosa concebida es posible para El. Nada es ni necesario ni imposible para El. La prueba de Su existencia es que estamos aquí, hoy, hablando de El. Aquí en Santiago me he ido quedando como una se va quedando con los grandes amores. Sin embargo, debo decir que no me une precisamente a la ciudad el amor, sino el espanto. Debe ser por eso que la amo tanto. A ratos, todos ellos decían a manera de letanía: En la fugacidad de una luz está el hombre / En el amanecer del mar está el hombre / En la dura tarea ritual forzada del mago está el hombre / En el movimiento que responde a otro movimiento está el hombre / No en el libro sino en la mano que lo escribe está el hombre / En la gracia que posee lo gracioso, y no en su mente está el hombre / Entre la pregunta y la respuesta, entre ambas y no en ellas está el hombre / Entre los ágiles pasos de los caballos está el hombre / En la perla rechazada por el pescador de ostras está el hombre / En lo inexplicable del cambio aparente está el hombre / En el intercambio de la dulzura está el hombre / En la pulsación del tic-tac / En el silencio / En el reposo / En lo coherente y lo incoherente está el hombre / En el resplandor de la chispa está el hombre / En la llama saltarina del fuego / En el calor y en lo quemante está el hombre / En la relajación y la agitación está el hombre / En la armonía / En el amor / En el ser mismo / En la verdad / En lo absoluto está el hombre. Habló Don Tano: -En lo absoluto está el hombre porque él mismo es quien trae a todas las criaturas, mortales o inmortales desde la no-existencia a la existencia, puesto que lo no-existente no tiene poder de actuar por sí mismo. Primero, vinimos al mundo inerte. De mineral evolucionamos hacia el mundo del mar y luego pasamos hacia el reino vegetal. Y así vivimos durante años hasta evolucionar al estado animal y volvernos hombres, sin memoria alguna de nuestra anterior condición, excepto por la atracción que sobre todos ejerce la primavera, la luna llena, las profundidades de la tierra y las aguas. Una y otra vez el hombre ha crecido como el pasto; pasó de un reino a otro hasta alcanzar su presente estado de razonamiento, equilibrado y robusto, olvidando las formas primarias de inteligencia subiendo más y más la escala y así también pasará más allá de su forma actual de percepción; hay otras mil formas de la mente como puertas que se abren por necesidad que así unos y otros desarrollamos órganos. Entonces, ¿por qué unos y otros han de temer desaparecer cuando se muere? Mortales e inmortales una y otra vez naceremos y aún tenemos que pasar a través de cien mundos diferentes y tendremos alas como los ángeles y nos elevaremos más allá de los ángeles. Aquello que no podemos imaginar: en eso somos iguales unos y otros. (c)Waldemar Verdugo Fuentes