16 de julio de 2012

EL SACERDOTE.

(FRAGMENTO DE "LIBRO DE LOS OFICIOS")
Cuando un templo de Santiago se terminaba de construir, sin techo aún, y comenzaron las ceremonias, cada cierto tiempo irrumpía un feroz cóndor rojo, enorme, que bajaba en picada desde los Andes de Chile, se bebía el agua consagrada del cáliz y se elevaba rápidamente a los aires cordilleranos. Esto sucedía regularmente, y la visita del cóndor fue integrada por el sacerdote al ritual.
(collage) Waldemar Verdugo Fuentes.

EL CUENTA CUENTOS.

(FRAGMENTO DE "LIBRO DE LOS OFICIOS")
En las caravanas que cruzan los desiertos del norte de Chile, el principio es aceptar que lo que creemos que es la realidad, no lo es en absoluto. Eso que te puede parecer solo un montón de piedras, es posible que sea el lugar donde acecha el terrible puma. En el Oasis de Pueblo Hundido, viajando en la caravana de Atacama, la última noche, de pronto, viví esta experiencia. Nos habíamos reunido al aire libre en el plano arenisco frente al salón comunal del oasis, que anuncia cuando el desierto se interna y cruza lla cordillera de Los Andes por el Paso del León Muerto. Es común que la caravana en su trayecto visite estos oasis del camino, que en el desierto chileno no son pocos, y hoy conforman poblados pequeños que cuentan con luz eléctrica, agua potable y todos los adelantos accesibles a través de la comunicación satelital. Sin embargo, conservan sus propias costumbres ancestrales. Esa noche, recibieron nuestra caravana las fuerzas vivas del oasis de Pueblo Hundido; estaban el alcalde y los concejales con sus esposas, el matrimonio de profesores de la escuelita y el médico con su mujer, la enfermera del modesto hospital y sus hijos; había mercaderes, el cura del templo, y otros vecinos ilustres o de paso, como el séquito que acompañaba a un hijo del Profeta Luis Antonio Soto Romero, camino a rendir una ofrenda a la tumba de su padre en el campo de sal del oasis de Antofagasta. Estuvimos escuchando primero canciones tradicionales chilenas, tonadas, cuecas, payas, norteñas, luego pequeñas piezas musicales en que se utilizan los más variados instrumentos, quenas, zampollas, flautas de madera, de barro, incluso algunos poco conocidos que dejaron de legado en la zona sus habitantes prehistóricos, caracolas marinas y huesos huecos; era todo muy armónico. Bebíamos té negro con pisco, luego de la carne asada con pebre y pan amasado. No hacíamos demasiado caso a la música, cuando a la orquesta local se unió un grupo de músicos, hombres viejos, serían -creo yo- los más ancianos del pequeño oasis en el desierto; gordos y pequeños unos; otros altos y delgados; pero todos con algo en común: un extraño sentido del ritmo, de la intensidad del sonido, del rasgueo y soplo único a sus instrumentos. Toda la sala comunal abierta alrededor del fuego pareció de pronto quedarse hundida en aquellos sones. Sentí que todos nosotros -los que venían en la caravana, el alcalde y las personalidades, todos los allí presentes y yo mismo- comenzamos a vibrar, sin quererlo, como levantados por el silbante viento que se eleva en el desierto y sube a la cordillera o baja al mar; sentí que los diminutos huesos de mis oídos comenzaron de algún modo a golpearme el cerebro, impidiéndome pensar y hasta comprender ninguna cosa que no fuera el sonido musical en especial de los instrumentos de viento que lograban con sus labios los viejos, vestidos de mantas de lana cruda. En esos instantes fue cuando distinguí al hombre. Más que fijarme en él, llamó mi atención el revuelo que comenzó a armarse en torno suyo. Luego le vimos comenzar a bailar despacio, agitando los hombros, con la mirada perdida en las estrellas muy cercanas del cielo atacameño; seguía el ritmo de los instrumentos y la música del viento y no había nadie más a su alrededor, nada más que aquél sonido largo que atravesaba los tímpanos y tensaba la memoria como las cuerdas de un arco. -¡Quiere fuego! ¡Háganle espacio! -gritó alguien, no se quién. Inmediatamente, tres o cuatro se levantaron abriéndole camino hacia la hoguera que todos rodeábamos, y el hombre entró en los leños ardiendo sin dejar de bailar frenéticamente, agitando sus hombros y todo su cuerpo. Aquella danza dentro del fuego, lejos de quemarlo, le dio fuerzas. Sus piernas se volvieron más ágiles, sus ojos se abrieron de par en par mirando a las estrellas, mientras los labios de los viejos se afinaban en los instrumentos de viento. El danzante en el fuego se hizo ritmo y movimiento, viento y euforia. Por unos minutos dejó de ser humano para hacerse torbellino cósmico vencedor del fuego. El hombre se elevó de las llamas de fuego y bailaba levemente suspendido en el aire, luego bajaba y sus pies dispersaban millones de chispas de luz candente, volvía a ascender y sus movimientos eran gráciles sin dejar de ser fuertes y decididos mientras parecía brotar del fuego. Luego, en un transcurso de tiempo sin medida, se hizo pura vibración, en un remolino de gritos, de movimientos perdidos entre sudor y convulsión rítmica cada vez más agitada. Hasta que súbitamente se elevó en manera fenomenal y quedó suspendido en el aire, varios varios minutos, siete u ocho, sobre el fuego. En ese momento fue que lo vi desintegrándose arrasado por rojas lenguas de fuego, se hizo una bola negra de puras llamas, para volver, luego de un instante hipnótico, a brotar nuevo de la nada: el fuego lo hizo cenizas y lo devolvió intacto. Los instrumentos callaron. Hubo un silencio espeso y el danzarín de un salto fantástico salió de su espacio propio sobre las llamas de fuego y se detuvo con la música, con los ojos en blanco, como si se le hubiera escapado el aliento vital. Dos o tres hombres lo sostuvieron cuando el hombre cayó entre sus brazos como muerto, como ajeno, pero sin un mínimo rastro de fuego en su cuerpo o ropa intacta. Lo sentaron en una manta en la arena y batieron una hoja de palma en su rostro, rojo como el fuego que no lo había quemado. Poco a poco, con lentitud de siglos, el hombre volvió en sí, recuperando el color humano. Los ojos se le revolvían inquietos, como asustados de ver gente en torno suyo; como ausentes a ratos, muy tristes -y aquí creo que estaba su pesar- por regresar de nuevo a esta dimensión humana. Aquel hombre había hecho un viaje a otra parte o, al menos, una parte de él se había desplazado y le había abandonado por unos momentos. Era como un borracho sin beber vino, porque jamás le vi beber ni siquiera un sorbo de pisco; estaba satisfecho sin haber comido; algo en él lo hacía parecer como un rey después de haber vencido, y vestía apenas de campesino del desierto. Este hombre atacameño se había pasado sin solución de continuidad del éxtasis a la catalepsia, se había deshecho y renacido de sus cenizas, sólo ayudado por la música del viento. El intelecto se me volvió un estorbo en el oasis de Pueblo Hundido: no había respuestas. No había sentido común en lo que vimos; la lógica estaba ausente, y en su lugar reinaba la paradoja, la falta de sentido, el acto sustancialmente irracional de entrar en el fuego sin que el fuego te queme. La primera noche el mas anciano narrador de cuentos que iba en nuestra caravana anunció a viva voz: “De las raíces de Chile arranca el oficio de los cuenta cuentos que acompañan la caravana que cruza el desierto de Atacama, la tierra más árida conocida. Sabemos que en todas las caravanas que cruzan los desiertos del planeta, los narradores de historias comparten su conocimiento desde los primeros tiempos. Éticamente, se plantea en nuestros cuentos que la solución de los problemas del mundo está en servir bien los oficios. Hoy como siempre, afirmamos que si cada uno se dedicara nada más a hacer bien su trabajo, se acabarían los problemas sociales del mundo". El anciano cuenta cuentos dijo que este sólo pensamiento les hace universales, aunque ellos, en su entorno, son muy rurales; en su historia hay alusiones constantes a la intimidad de la verdad, encerrando conceptos que insinúan protección, abrigo, el calor de la lana, que es muy útil aquí en los fríos desiertos nocturnales chilenos, donde la lógica es una herramienta de sobrevivencia. Los narradores del desierto forman una cofradía que agrupa a los llamados iguales entre sí: para ellos cada situación es única, lo que los hace compatibles con la vida en general, por lo cual son generalmente bien dispuestos a entretener al público de la caravana, manteniendo su atención a pura voz, que es la oral la forma más antigua de transmitir el cuento. Una de sus funciones es mantener despierta esta atención en los demás; así los que viven hoy representan a todos los que vivieron y a los que vivirán, pues su concepto del tiempo es una interrelación, una continuidad. Dijo el hombre creer que no existen los finales ni la muerte y que las cosas cambian según los estados de ánimo; sosteniendo que el amor puede elevar a quien sea a un estado mejor. La verdad, el cumplimiento de lo confiado y la actividad local son sus características. La mentira les es contraria, por eso en lo que narran no predican mal ni intencional ni inadvertidamente. Su mundo está regido por el servicio, lo que inclina a las personas responsables a creer en sus relatos. Su formación se basa en la experiencia (el que comprueba, sabe) y no en argumentos filosóficos. Muchos de ellos permanecen dormidos ante lo que se hace de día -o sea, la lucha cotidiana por la existencia- y vigilan mientras otros duermen. Esto es lo que ha hecho común en las caravanas que cruzan los desiertos chilenos el que algunos narradores trabajen además de guardias nocturnos, pudiendo acompañarles en su vigilia todos quienes desean oírlos. Para ellos todo es único e irrepetible. Conocerlos es algo que ocurre a una persona que cruza el desierto y no algo que se premedite. Dijo que el cuerpo no es diferente del alma porque ambos forman el ser. Creen que la viva voz, los sonidos de la plegaria, el rezo y la oración tiene una forma, y ocupan un lugar en el espacio Todo lo que posee un nombre tiene forma y el pensamiento es una acción. Indicando que dondequiera que están, se ven amables porque se comportan como un amante, por ser para ellos mucho más decisivo el efecto que la causa, porque el efecto es variado y la causa solo una. Por esto también afirman que el trabajo en sí es más importante que su objetivo. Dentro del cosmos, su función es ser ellos mismos y a través de su comportamiento proyectar su significado, por eso no existe división entre la personalidad pública y privada de los narradores de cuentos que van en la caravana, ya que ellos no pronuncian a solas palabras que no pueden repetir ante mil personas. Insinúan que la interior es la forma más alta de percibir la realidad; en verdad, son hombres y mujeres que han trabajado en todo tiempo en la zona más inhóspita del planeta y no confunden lo decorativo con lo específico ni lo literal con lo simbólico. Por ser hombres y mujeres que viven en la caravana, sin un lugar fijo, afirman que sin cambio y sin continuidad, azar, devenir e integridad no hay cuento. Afirmó el anciano narrador que entre ellos son iguales por definición y responsables solo ante sí mismos de lo que cuentan. En general, fuera de la caravana, permanecen escondidos, en lugar más recóndito aún que los estudiantes de la Escuela de las Machis en el sur. Se dice que quien entiende y cruza el desierto se acerca a un narrador: aquel cuya alma estaba ya embebida en el vino antes de que en la tierra brotaran las uvas; aquel cuyos conocimientos le llegan por vía humana, es decir por maestros, pues el hombre insistió en afirmar que existen dos maneras de saber: la conversación origina conclusiones que impulsan a admitir, pero no causa certidumbre ni despeja dudas para que la mente descanse en la verdad, lo que sólo la experiencia otorga. En particular, los narradores de cuentos que acompañan la caravana que cruza el desierto de Atacama son cada uno diferente en sus técnicas de contar, pero en común afirman que la experiencia interior no es una parte de la vida, sino la vida misma. Su práctica la realizan viviendo la realidad, a la que nombran construcción, por analogía de algo que está siendo construido entre muchos. La cuestión de la clave de su existencia es tan profunda que en verdad sólo la entiende quien sabe oír, aunque los decires de los narradores que van en la caravana no son para instruir ni para pasar la noche, son para familiarizarse, que no otro es el espíritu que guía las caravanas en todos los lugares. Luego fue que los narradores, uno a uno, mujeres y hombres, nos fueron diciendo un cuento para esa primera noche. Digo como oí. Apresado por los conquistadores españoles, un gran sabio y mártir del oasis de Caldera, convicto de apostasía y herejía, no dio pruebas de dolor cuando le cortaron las manos. Permaneció impasible cuando los invasores y sus huestes indígenas aliadas que los acompañaban desde el norte le golpearon y arrojaron piedras, que le abrieron grandes heridas. Sin embargo, cuando uno de los maestros del oasis que se había doblegado al invasor, se acercó a él y lo tocó apenas al acercarle una tierna flor del desierto, nuestro sabio gritó como si lo estuvieran torturando. Procediendo así para demostrar que nada de lo que hicieran quienes estaban equivocados podía dañarlo. Pero el más ligero roce de alguien que sabía, y aún así se doblegaba, era más doloroso que cualquier golpe o mutación. Algunos de estos legendarios sabios del desierto que resistieron, aunque fueron impotentes ante los castigos, son recordados por historias como esta. Otro hombre del mismo oasis de Caldera, hace unos meses, consultó al gran curandero de Atacama porque su esposa no podía concebir. La mujer estaba excesivamente gorda; el curandero la examinó, le tomó el pulso y dictaminó: -No puedo tratar su esterilidad porque he descubierto que de todas maneras morirá dentro de cuarenta días. Después de escuchar tal afirmación la mujer quedó tan preocupada que no pudo comer durante los cuarenta días siguientes. Pero no murió en el plazo señalado. Volvió el esposo a consultar al sabio quien le dijo: -Sí, lo sabía: ahora será fecundada. El esposo preguntó de qué manera había sucedido este cambio y el curandero respondió: -La exagerada obesidad de tu esposa interfería en su fertilidad. Sabía que lo único que la haría olvidar la comida sería el temor a la muerte. Por lo tanto, enflaquecida de susto, ya está sanada. Un hombre que vivía en condiciones suficientemente holgadas en Santiago la capital, vino al norte y en el oasis de Caldera buscó a este gran curandero que tiene reputación de poseer todo el conocimiento médico, y le dijo: -Respetado sabio, no tengo problemas materiales en la gran ciudad, sin embargo no soy feliz. Siempre estoy descontento; durante años he buscado una respuesta a mis pensamientos interiores y lograr una relación correcta con el mundo. Por favor, aconséjame para curarme de mi infelicidad. El curandero respondió: -Mi amigo, lo que está escondido para algunos no está oculto para otros. El remedio para tu enfermedad no es ordinario. Debes recorrer los oasis del desierto hasta llegar a aquél donde vive el hombre más feliz. Tan pronto lo encuentres, deberás pedirle su camisa y ponértela. El hombre de la ciudad, desde ese momento y sin descanso comenzó a recorrer los oasis de las tierras más secas del planeta buscando hombres felices. Uno después de otro los interrogaba y todos contestaron: -Sí, soy feliz. Pero hay otro que lo es más. Después de viajar de un oasis a otro, lo que le tomó mucho tiempo, llegó al lugar donde todos decían que vive el hombre más feliz de Chile, que era, para su sorpresa el mismo oasis de Caldera; donde bastó que se acercara para oír la risa alegre de un hombre envuelto en su manta de lana sentado a la sombra de una gran roca tallada que anuncia el oasis. -¿Eres el hombre más feliz de Chile, como se dice en todos los oasis? -le preguntó. -Claro que lo soy -dijo el hombre sentado. -Mi nombre es fulano; mi condición es tal y cual. Y mi remedio, prescrito por el gran curandero de este lugar, es ponerme tu camisa. Por favor, véndeme tu camisa; te daré a cambio lo que quieras de lo que tengo. El hombre más feliz lo miró fijamente y luego rió. Rió y rió. Cuando se calmó un poco, el hombre desdichado, un tanto sorprendido por esta reacción tan poco seria, le dijo: -Estás equivocado al reírte de un pedido tan serio. He vivido siempre en la gran ciudad y dejé todo para buscarte y acabar con mi desdicha. ¿Estás loco? -Quizás -respondió el hombre más feliz-. Pero si te hubieras molestado en mirar, habrías visto que no poseo camisa. Sólo tengo mi manta de lana cruda para enfrentar el frío de la noche del Atacama. -Entonces, ¿qué debo hacer ahora? -Ahora quedarás curado. El luchar para tener algo inalcanzable proporciona el ejercicio para lograr algo necesario más cercano; tal cual un hombre cuando reúne todas sus fuerzas para saltar un arroyo como si fuera más ancho de lo que es y siempre consigue llegar al otro lado. Entonces, el hombre más feliz se quitó su manta que le cubría también parte del rostro, y el hombre inquieto vio que era el mismo gran curandero que lo había aconsejado. -Pero, ¿por qué no me dijiste todo esto hace tanto tiempo, cuando vine a verte y recibí tu diagnóstico? -preguntó el hombre, desconcertado. -Porque entonces no estabas maduro para comprender. Necesitabas ciertas experiencias, y tenías que recibirlas de tal manera que asegurara que las habías de vivir. Una mula que usa una biblioteca como establo no aprende a leer y escribir. El hilo no se ennoblece por pasar a través de las perlas. ¿Por qué buscas la felicidad fuera, cuando la tienes dentro de ti mismo? La felicidad es un manantial interior. Para ser feliz no necesitas camisa. Otro hombre de los que allí estaban, que era narrador y guardia nocturno, contó que fue a ver a este gran curandero en el Oasis de Caldera, y le dijo: -Tengo toda clase de síntomas terribles. Me siento infeliz y desasosegado, mi cabello, mis brazos y mis piernas están como si los hubiesen torturados. El sabio le preguntó: -¿Es verdad que hace meses no has cruzado el desierto trabajando en la caravana con tus narraciones? -Eso es cierto -contestó-. Sólo me he dedicado a escribir y a nadie he contado nada. -Muy bien -dijo el médico-. Ten la amabilidad de recitar algunos cuentos de los que has escrito. El narrador así lo hizo y, ante la insistencia del médico, dijo una y otra vez sus textos. Entonces el médico diagnosticó: -Ponte de pie pues ya estás curado. Si bien habías trabajado, no te decidías a entregar tu fruto final; es necesario apartarse una vez realizada la obra. Lo que tenías en tu interior había afectado tu físico. Ahora que ya lo has liberado, has vuelto a estar bien. Ya puedes integrarte a la caravana a trabajar. Una mujer fuerte y seria, entre las que allí estaban, que era narradora y ayudaba a amasar la harina para el pan, contó que del oasis de Taltal se trasladó a vivir al oasis de Quillagua, que significa "lugar de ayuda mutua", donde rogó al Dios de los Báculos que le mostrara a uno de sus amigos y una voz le dijo: “Ve hacia el Oasis de Vallenar y ahí encontrarás a uno que amo, uno de los escogidos que transita el sendero”. Ella fue y encontró en la entrada a Vallenar a un ermitaño vestido con harapos, plagado de toda suerte de insectos y sin poder moverse, miserable. Y le dijo: -¿Puedo hacer algo por ti? El ermitaño postrado contestó: -Tráeme un poco de agua, quiero probar el sabor del agua del río que baja desde la cordillera, y luego quédate a conversar conmigo. Cuando ella regresó con el agua encontró muerto al hombre. Fue a buscar ayuda para enterrar al harapiento y cuando regresó, junto a dos hombres que la acompañaron asegurando ellos que el ermitaño era un hombre santo, vio que unos pumas del desierto habían devorado casi todo el cuerpo. La mujer cuenta cuentos estaba muy afligida y exclamó en alta voz: -¡Omnipotente y Omnisciente, conviertes en arena a los seres humanos! A algunos te los llevas al paraíso, otros son torturados, uno es feliz, otro es miserable. Hay quienes se despiden de este mundo rodeados de honores y otros devorados por pumas. Esta es la paradoja que nadie puede comprender. Entonces una voz interior habló y le dijo: “Este hombre ermitaño había confiado en mi para aplacar su sed y luego retiró esa confianza. Conversaba conmigo y quiso hablar con un intermediario. Fue su culpa haber pedido ayuda a otro después de haber estado satisfecho conmigo”. Oí esa primera noche narrar varias historias del Profeta Soto Romero, algunas rescatadas de los cuatro mil pergaminos en que explica el origen, causa y desarrollo de las cosas, y otras de propia voz del hijo excepcionalmente presente, quien narró que cierta vez un anciano extranjero errante buscador de la verdad cruzaba los desiertos del norte de Chile, cuando encontró el nombre del Profeta Soto Romero tallado en ciertas rocas marcadas que había visto en sueños, lo que consideró una señal de que el fin de su búsqueda había llegado, marcas que siguió mucho tiempo mientras leía cuanto se refería a su asunto y que lo llevaron finalmente al Oasis del Profeta en Antofagasta. Sin conocer a nadie, estaba cerca de la casa de piedra del Profeta, que también es el templo del oasis, cuando vio a un hombre amable a quien le dijo: -Amigo, llévame ante el Profeta Soto Romero. El hombre amable lo guió hacia el interior del templo pétreo, lleno de gente en silencio. El Sucesor estaba sentado al frente de la asamblea en el salón principal, cuando el anciano errante se acercó a él creyendo que era el Profeta y exclamó: -¡Oh Sabio, Profeta Soto Romero, Elegido de Dios, un buscador de tu luz llega a ti luego de andar una vida! Al oír la mención al Profeta, todos comenzaron a llorar desconsoladamente, incluso el Sucesor. El anciano errante no sabía qué hacer y dijo: -Soy extranjero y desconozco los ritos necesarios para dirigirse a ti, Oh Profeta. Es verdad que he leído tus enseñanzas contenidas en los cuatro mil pergaminos en que explicas el origen, causa y desarrollo de las cosas, pero no sé referirme a ti. ¿He dicho algo inconveniente? ¿Debo permanecer callado? ¿O es esta la observación de algún ritual? ¿Por qué lloráis? Si es una ceremonia de este oasis del desierto, tierra sagrada que piso, la desconocía y no existe en los otros desiertos de la tierra... El hombre amable dijo: -No lloramos por nada que tu hayas hecho, pero debes oír, infortunado, que hace solo una semana que el Profeta dejó la tierra. Cuando oímos su nombre el pesar se apoderó nuevamente de nuestros corazones. Al oír esto, el anciano errante extranjero desgarró sus ropas, cayó al suelo arrodillado de angustia y lanzó gritos al cielo. Cuando ya se había recuperado un poco, dijo: -Hacedme un favor. Por lo menos dejadme ver una prenda del Profeta para tocar su ropa, ya que no podré verlo a él y mi vida de búsqueda ha sido inútil. El hombre amable le contestó: -Solo la mujer del Profeta custodia cada una de sus prendas; pero no creo que permita que nadie se acerque a las cosas del Profeta. Sin embargo, te acompañaré y tocaremos a su puerta. Y así lo hicieron, cruzando las salas interiores ante la curiosidad de la Asamblea, mientras el Sucesor se retiraba a orar. En cuanto tocaron a la puerta de la viuda del Profeta, esta les abrió y explicaron su deseo. Ella contestó: -Ciertamente mi Señor el Profeta Luis Antonio Soto Romero habló con verdad, cuando dijo, poco antes de morir: "Un extranjero buscador de la verdad que ha cruzado la tierra y que me ama y es un buen hombre vendrá a tocar la puerta. No me verá. Dale, de parte mía, con toda mi consideración, este manto en mi nombre, y trátalo con gentileza dándole la bienvenida". El anciano buscador errante se puso el manto y pidió que lo llevasen a la tumba del Profeta, en el campo de sal del oasis de Antofagasta. Y fue allí donde exhaló su último suspiro. Se sabe que en este oasis de Antofagasta, cierto día un rudo arriero de los que atraviesan el desierto y cruzan la cordillera con su rebaño de animales, se acercó al Sucesor del Profeta y comenzó a insultarlo y a su padre y a su madre. El Sucesor dijo: -Hombre, ¿cuál es tu problema? Pero el arriero, sin oírlo, continuó vociferando y maldiciendo con todas sus fuerzas. Entonces, el Sucesor, ordenó que le sirvieran comida y agua fresca y dijo: -Perdona arriero, pero contra tu odio sólo puedo bendecirte, y darte todo lo que puedo ofrecerte; y si tuviera algo más te lo daría sin reserva. Cuando el arriero oyó estas palabras y vio el gesto se sintió vencido y exclamó a viva voz: -Doy testimonio de que en verdad eres el Sucesor del Profeta, nuestro amado. Había llegado hasta aquí y me detuve para comprobar si concordaban tu linaje y tu naturaleza. Otro día el Sucesor estaba trabajando como jardinero en un oasis de frutas y su patrón le pidió algunos mangos. El jardinero trajo varios, pero todos estaban verdes. Su patrón le dijo: -¿Has trabajado aquí durante tres temporadas y aún no sabes cuáles son los mangos maduros? El hombre respondió: -Me empleaste para cuidar las frutas y no para probarlas. ¿Cómo puedo saber cuáles son más dulces? Fue entonces cuando ese patrón del oasis de frutas supo que tenía contratado como jardinero al Sucesor del Profeta. También contaron que el mismo Profeta Soto Romero les dijo una vez a sus discípulos: -Deposité toda mi confianza en Dios y crucé el desierto de norte a sur y de este a oeste con sólo una pequeña moneda en el bolsillo. Fui como peregrino al templo interior de Los Andes por el camino dorado bajo el salar de Atacama, fui y regresé y aún tengo la moneda. El Sucesor, que entonces era un jovencito, se levantó y le dijo al Profeta: -Si llevabas una moneda en el bolsillo, ¿cómo puedes decir que confiabas totalmente en Dios? -No tengo nada que argumentar -dijo el Profeta-, pues este joven tiene razón. Cuando se tiene fe no hay lugar para ninguna pequeña provisión, por pequeña que sea. El mismo Profeta solía narrar que un día llegó un mosquito a la corte del rey del Norte. -Gran rey, la paz sea contigo -dijo en alta voz-. Vengo a suplicarte que rectifiques las injusticias con que tu corte me hace objeto diariamente. A lo que el rey replicó: -Di tus quejas y serás ciertamente escuchado. Dijo entonces el mosquito: -Ilustre y digno monarca, mi queja es contra el viento. Cada vez que salgo al aire libre, llega el viento y, con un soplo, me lanza muy lejos. Por consiguiente carezco de esperanza para alcanzar los lugares que creo son para todos los que viven en tus dominios. Habló el rey: -De conformidad con los principios de justicia generalmente aplicados; no puede aceptarse queja alguna si no se encuentra presente la parte acusada para contestar los cargos. Ordeno que se llame al viento para que exponga sus puntos de vista. Llamado el viento, una suave brisa fue heraldo de su presencia, después se hizo más fuerte. Entonces el mosquito gritó: -¡Oh, gran rey, retiro mi queja, porque el aire me está obligando a volar en círculos y, antes de que el viento llegue realmente, yo habré sido arrastrado muy lejos. Así fue como las condiciones exigidas tanto como por el demandante como por la corte fueron consideradas imposibles para la causa de la justicia en el reino del Norte. Una mujer narradora, muy bella con su tez como el cobre, con suaves y ondulantes curvas que insinuaban sus vestidos de lana dibujándole el cuerpo, a quien no he dejado de observar sin que ella me vea, contó que del reino del Norte vino una vez un hombre que quería que le tatuaran al puma chileno en su espalda. Fue a ver a un artista del tatuaje en el oasis de Taltal y le expuso lo que quería, contratando sus servicios. Pero tan pronto sintió los primeros pinchazos, comenzó a gemir y quejarse: -Me estás matando, ¿qué parte del puma dibujas? -En este momento estoy haciendo la cola -dijo el artista tatuador. -Entonces no la hagamos -aulló el hombre. Así el artista empezó nuevamente. Y otra vez el cliente no pudo soportar los pinchazos. -¿Qué parte del puma estas haciendo ahora? -gritó-, pues no puedo soportar el dolor. -Ahora -dijo el artista- hago la oreja del puma. -Tengamos un puma sin oreja, jadeó su paciente. Así es que el tatuador comenzó de nuevo. No acababa de entrar la aguja en la piel cuando la víctima se torció nuevamente: -¿Qué parte del puma es esta vez? -Es el estómago -contestó cansado el artista. -No quiero un puma con estómago -dijo el hombre. Entonces el artista tatuador tiró su aguja y dijo: -¿Un puma chileno sin cabeza, sin cola, sin estómago? ¿Quién podría dibujar semejante cosa? Ni siquiera Dios lo hizo. Y se negó a continuar ese trabajo. Contó la atractiva mujer que este artista del tatuaje se trasladó a vivir al oasis de Paipote, donde vivían dos hermanos que juntos cultivaban la tierra plena de vida encerrada entre milenarios algarrobos, chañares y ricos terrenos de cultivo surgidos en medio de la pampa salitrera. Como sus mayores, ellos cultivaban el mango, ese fruto pequeño, fragante y de sabor delicioso que nace en el oasis, y siempre compartían las cosechas. Un día, uno de los hermanos despertó durante la noche y pensó: "Mi hermano está casado y tiene hijos. A causa de esto tiene necesidades y gastos que yo no tengo. Iré y pondré algunas bolsas de mangos míos en su bodega; es lo menos que puedo hacer, y lo haré al amparo de la noche, no sea que a causa de su generosidad no quiera aceptarlo". Así, cambió con sigilo varias bolsas llenas de mangos y regresó a la cama. Poco después, esa misma noche, el otro hermano despertó y dijo: "No es justo que yo tenga la mitad de todos los mangos de nuestra tierra. Mi hermano, que es soltero, trabaja de sol a sol, y debe pagar por cada servicio pues carece de una mujer que lo atienda, no posee nada y por lo tanto trataré de compensarlo pasando algo de mis mangos a su bodega". Y así lo hizo. A la mañana siguiente, cada uno quedó sorprendido al ver que tenía el mismo número de bolsas en su bodega, y nunca pudieron comprender cómo, cada cosecha, el número de bolsas con mangos seguía siendo el mismo aún cuando, a escondidas, lo cambiaban. A la entrada del gran oasis de Copiapó, otro narrador contó que siendo joven se encontró con un mendigo del desierto, que lloraba con grandísima amargura. El cuenta cuentos le preguntó: -¿Por qué lloras? El mendigo contestó: -Lloro para mover a piedad Su corazón, pues quiero volar. Con suficiencia juvenil le dijo: -Se supone que como hombre debes ser inteligente. Pero tus palabras son absurdas, pues El no tiene corazón o no estarías como estás llorando de hambre. El mendigo contestó: -Eres tú quien se equivoca, pues no se debe suponer cosa alguna. El es el dueño de todos los corazones que existen. Sólo a través del corazón puedes llegar a El. Yo no tengo hambre, sólo sed de El. Dicho esto, el mendigo se elevó por los aires. Otro narrador que fue antes minero, luego se integró a trabajar con los escritores que tallan la piedra en el desierto de Atacama. Dijo que cierto día se acercó a él un joven aprendiz y le increpó que estaba equivocado y muchas otra cosas. Entonces el escritor se quitó un anillo del dedo y se lo dio, diciendo: -Lleva esto al mercado de frutas del oasis de Paipote y trata de conseguir más de dos monedas por él. Pero nadie le ofreció dos monedas y el joven regresó con el anillo. -Ahora -dijo el escritor- llévalo a un joyero en el gran oasis de Copiapó, y pregúntale cuanto ofrece. Así lo hizo el joven iniciando el viaje, que no es lejos. El joyero ofreció cien monedas por la sortija. El joven regresó muy impresionado. Entonces el escritor le dijo: -Tu conocimiento sobre las joyas es tan grande como el de los mercaderes de fruta respecto a las joyas. Si quieres apreciarlas, talla la letra en la piedra. Este narrador también contó que un poderoso monarca del desierto de Tarapacá gozaba de gran respeto por su talante. No obstante, un día se sintió confundido, convocó a los escritores de su comarca que tallaban la sabiduría en la piedra y les habló así: -Ignoro la razón, pero estoy sin sosiego. Algo me impulsa a tener una piedra tallada con una inscripción que estabilice mi estado. Debo poseerla para cambiar mi desdicha en felicidad. Al mismo tiempo, si cuando me sintiera feliz la leyera, debe devolverme la tristeza, y si estoy triste al leer debe devolverme la felicidad. Después de profundas meditaciones y largas consultas a las estrellas los escritores llegaron a una feliz decisión sobre el texto de una piedra así. Y le entregaron al monarca una que llevaba la siguiente inscripción: "También Esto Pasará". Otro día, dos escritores de este grupo que talla la piedra en Atacama estaban discutiendo: Uno de ellos, que era un joven aprendiz entonces, se sentía muy frustrado y alegaba que había dejado un próspero negocio por las letras, pues su padre era un rico comerciante. Estaba arrepentido y blasfemaba contra el duro trabajo de tallar la letra en la piedra; entonces el otro que era viejo le dijo: -La vida de renunciamiento que tiene un escritor se ha desperdiciado en ti. Estar aquí lo conseguiste a un precio muy bajo y, por lo tanto no le das su valor. El joven lo miró con desprecio, preguntando: -Dime, ¿qué precio pagaste tú por estar aquí? El hombre viejo respondió: -Yo he dado mi reino a cambio, y aún así lo considero un precio bajo. Ahora estoy dispuesto a dar mi cabeza y mi alma si todo no es suficiente. Así supo que con quien estaba hablando era con el hombre que había sido monarca del reino de Tudor, uno de los más ricos de que se tenga memoria hasta hoy en los desiertos de Chile. En este reino de Tudor, un constructor de los que trabajaba la piedra y el cobre dando forma a las casas y templos, y que además era astrólogo, una noche leyó en las estrellas el día y la hora en que lo alcanzaría la muerte. Su sorpresa fue mayúscula. Entonces construyó un círculo de rocas a su alrededor para impedir que entrara la muerte y pensar qué haría, impidiendo el acceso a quien lo deseara interrumpir en su reflexión. Mientras estaba adentro, sin embargo, no se lograba concentrar porque despertó la curiosidad y algunos iban a observarlo por ciertas grietas entre la juntura de las piedras. Por la luz, ubicó los pequeños espacios y los selló con firmeza. Al bloquear finalmente estas grietas de luz, casi sin darse cuenta se acabó el oxígeno y entonces le llegó la muerte el día y la hora fijada. Junto a los primeros jirones de luz que rasgaron la oscuridad, los que aún quedábamos a la orilla de la hoguera, la primera noche de la caravana, fuimos regalados con el té verde de la planta sagrada atacameña desde antes que sus semillas fueran esparcidas por el viento, acompañado de la tortilla de rescoldo que nace de las cenizas, cocinada con su harina dorada. Luego, renovados, se nos invitó a prepararnos para seguir el camino en el desierto de Atacama que cruza esta caravana, donde, otra noche, no recuerdo cuál, narró alguien que hace no mucho tiempo, un pillo capitalino fue atrapado por habitantes de un oasis del desierto, ubicado cerca de la orilla del mar, quienes lo amarraron a un árbol para que reflexionara sobre el castigo que le iban a infligir; y luego se alejaron, habiendo decidido arrojarlo al mar esa noche, después de acabar sus tareas de la jornada. Pero un pastor de alpacas, que no era muy listo, pasó por allí y le preguntó al astuto pillo por qué estaba amarrado. -Ah, dijo el pillo, unos hombres me atacaron porque no quise aceptar su dinero. -¿Por qué quieren dártelo y por qué no lo aceptas? -preguntó el pastor sorprendido. -Porque soy un monje errante y quieren corromperme. Porque son unos impíos. Pero Dios recompensará a quien me ayude y ellos tendrán su sorpresa, si alguien accede a cambiar por mi lugar y vean que es otro el capturado. Creerán que es obra de Dios, ¡la sorpresita que tendrán! Pero necesito alguien que me ayude, no sé a quien me enviará Dios que necesite dinero. El pastor sugirió tomar el lugar del pillo y le aconsejó correr y escapar fuera del alcance de los malvados. Y así lo hicieron. Cuando los habitantes del oasis regresaron después del anochecer, como estaba oscuro, simplemente le taparon con un costal la cabeza al pastor y lo arrojaron al mar. A la mañana siguiente se asombraron al ver que el pillo entraba en el oasis conduciendo un rebaño de alpacas. -¿Dónde has estado y dónde encontraste esos animales? -le preguntaron. -En el mar frente al desierto, donde hay espíritus bondadosos que recompensan de esta manera a todos lo que se arrojan a él y se ahogan, como hicieron ustedes conmigo -dijo el pillo. En menos tiempo del que se tarda en contarlo, la gente corrió hasta la orilla y se arrojó al mar. Así fue como este pillo de Santiago se apoderó de ese oasis. Uno de los cuenta cuentos que iban, quien era de la capital y trabajaba en los desiertos a manera de aprendizaje, narró que una vez cierto vecino se encontró con el ángel de los caminos, que cruza las grandes ciudades cada tanto, y finaliza en Santiago la más lejana del mundo, para recomenzar su andar. El ángel de los caminos sostenía un libro en su mano y el vecino le preguntó qué contenía: -En este libro escribo nombres de vecinos que son amigos del Dios de los Báculos y viven en esta lejanía. El vecino le preguntó: -¿Pondrás mi nombre? El ángel dijo: -Eres un vecino que no visita los templos ni practica la oración o conserva la tradición. Tú no eres amigo del Señor de los Báculos. -Pero soy amigo de sus amigos -respondió-. No soy muy feliz, pero trato de cumplir bien mi oficio, respeto a los vecinos y amo a mi familia, que he formado en este lugar remoto de la Tierra, alejado de toda esperanza. Por un instante el ángel no pronunció palabra, y luego dirigiéndose al vecino le dijo: -He recibido instrucciones de registrar tu nombre en el libro, porque la esperanza nace de la desesperanza. Este cuenta cuentos capitalino narró que en la calle Franklin de Santiago, donde se comercian tantas cosas, un vendedor de pájaros tenia un cóndor en una jaula, todo apretujado. Pocas veces un cóndor andino es apresado. Y éste era espléndido. Ya se sabe que los vendedores de pájaros dominan el lenguaje de las aves, y finalmente el cóndor habló preguntando al hombre: -¿Qué quieres?-. Este, sólo respondió: -Quiero detenerte. ¿Y tú qué esperas ahora que eres mío? -Quiero mi libertad -repitió el magnífico-, mi libertad. La gran ave sólo quería seguir siendo libre. El pajarero -digámoslo- ni siquiera pensaba en el precio posible si decidiera vender el cóndor, pero no tenía la menor intención de hacerlo: porque en un amén vendió todos los otros pájaros que llevaba, ante el estupor que causaba entre las gentes en el mercado ver al ave mayor cautiva. Cuando se quedó sin más pájaros, dijo el hombre al cóndor: -Al amanecer, iré a cazar a la cordillera, por el rumbo en que te capturé.... El cóndor estremeció su plumaje, y escuchó el tono sarcástico en la voz del hombre al preguntarle: -¿Envías algún recado? -¡Sí! -exclamó de inmediato-. Por favor, grita en voz alta que estoy cautivo, cuenta en voz alta a los montes sagrados que me tienes prisionero. Nada más. El vendedor de pájaros sonrió. Lo sabía ave inteligente por antigua. Ahora veía en el recado cierto vago sentido; al fin, tomándolo con buen humor, al subir a la cordillera gritó: -"¡El cóndor está cautivo. El cóndor es mi prisionero!" Y de inmediato vio un hecho inusual: un cóndor idéntico al nuestro cayó despeñándose por la quebrada inmediata al hombre, quedando muerto allí mismo. Quién sepa cómo fue que ocurrió, que lo diga. Para el hombre fue de lo más raro, y terminó pensando: -"Este debió ser un pariente de mi propio cóndor. Mi noticia fue la causa de su muerte". Al volver ese atardecer, así fue que narró todo el suceso al gran ave cautiva. No bien terminó de narrar, el cóndor se desplomó. Así es, cayó muerto en su misma jaula, como fulminado. El vendedor de pájaros sufrió toda esa noche, intentando inútilmente revivir el cuerpo inerte. Se dijo: "La noticia de la muerte de su pariente lo mató. ¡Qué desgracia para mi negocio!". Y sin más que hacer, al amanecer luego de intentar lo imposible por revivirlo, tomó el cuerpo del ave magnífica y lo puso en el patio. En cuanto el vendedor de pájaros se alejó un poco, el cóndor, como un resorte se elevó al árbol más próximo. El hombre, estupefacto, oyó, haciendo burla de su voz, al cóndor gritar: -“¿Envías algún recado? ¡La "muerte" de mi pariente fue la solución. Lo que te pareció una mala noticia, era para mí la respuesta al recado de cómo escapar, era la forma de lograr mi libertad! ¡Ahora soy libre!” Y se remontó de inmediato hacia los Andes sagrados, mientras repetía burlonamente: “¿Envías algún recado? ¿Envías algún recado?”. Anoche fue que, a la orilla de la hoguera, sin que nadie me invitara, yo mismo dije a viva voz un cuento. Dije que no sé si oí narrar o soñé que un día, un ermitaño de Santiago que había pasado muchos años en contemplación y aislamiento en las tierras altas de la cordillera central, más arriba de la Cascada de las Animas, que creía sobrepasar a muchos otros ermitaños por la agilidad de su pensamiento, al despuntar el alba recibió la visita del ángel que cruza los caminos elevados de la Tierra. El ermitaño sintió que había llegado el feliz resultado de sus austeridades y la confirmación de que subía más y más en el camino de la perfección. -Ermitaño -dijo el ángel-, debes servir de mensajero e ir donde cierto hombre caritativo de la ciudad para informarle que el Altísimo ha decretado que, a causa de sus buenas obras, morirá exactamente dentro de seis meses y será llevado directamente al Paraíso. Encantado, el ermitaño, que siempre se veía calmado, esta vez bajó con premura los senderos cordilleranos, y antes de acabar la tarde ya estaba a las puertas de la casa del hombre caritativo en Santiago, quien, luego de escuchar el mensaje, inmediatamente aumentó sus buenas obras, esperando ayudar a más gente aun cuando ya se le había anunciado el Paraíso; ahora apoyado por el ermitaño que se puso a su servicio creyendo que quizás ese era su deber, aun cuando también lo guiaba la vanidad de ver cumplida su profecía. Pero pasaron tres años completos y el hombre caritativo no murió, continuando su trabajo con la mayor normalidad. El ermitaño sintiéndose frustrado porque su predicción había resultado falsa, molesto, porque después de todo parecía que había sufrido una alucinación en la soledad andina, herido, ya que la gente lo señalaba en las calles de la ciudad como un falso profeta que pretendía hablar con ángeles, fue convirtiéndose en un amargado, hasta que nadie podía soportar su compañía y menos él mismo. Entonces fue que decidió nuevamente subir a los montes altos y nunca más volver entre las gentes. Pero, no bien hubo dejado atrás las últimas luces de Santiago, se le apareció el ángel en el camino. -Mira -dijo el ángel al ermitaño-, que cosa tan frágil eres aún. En verdad, el hombre caritativo se ha ido al Paraíso, y de hecho "murió" en una cierta manera conocida solo por algunos, mientras todavía disfruta de esta vida. Pero tú, tú continúas siendo casi inútil, a pesar de practicar la caridad estos tres años y que te resultaba tan doloroso hasta no resistir. Ahora que has sentido ciertos dolores que produce la vanidad, quizás seas capaz de comenzar a entrar en los caminos altos. Aquí el asunto no es si puedes aprender por medio del silencio, por medio de la palabra, por el esfuerzo o por obligación. El asunto no está en qué se haga sino en cómo se hace. Cuando te dicen "llora" no quieren decir "llora siempre". Cuando te dicen "no llores", no quiere decir que debes comportarte siempre como un payaso. Un hombre puede pensar muchas cosas. Puede pensar que es uno aunque generalmente es varios. Hasta que llegue a ser uno, no puede mantener ninguna idea exacta de lo que es. En tu gruta, solo, lo aconsejable es que vigiles tus sueños, que cuando el sueño de un hombre es mejor que su vigilia, sería preferible que no se duerma -finalizó. Y el hombre ermitaño despertó en el cuerpo de quien habló. Hablé anoche con gran dramatismo, incentivado por el pisco con té verde y pan dorado, aunque en el fondo de mi corazón el único incentivo era llamar su atención. Hablé mirándola directamente a los ojos, sin recato, a ratos acariciando su cuerpo ondulante con mis palabras, actuando también con decisión en mis gestos mientras narraba para ocultar a los demás mi intención secreta. Habíamos acampado en un punto del desierto encerrado entre el mar y los primeros eucaliptos que suben a la cordillera en las afueras de un monasterio de hermanos Talladores que escriben la piedra, anunciada por la llamada Piedra del Relojero, cuyo origen es perfectamente desconocido sin traducirse aún su tallado magnífico de petroglifos. Afirmé anoche a viva voz, a la luz de la luna y del fuego ardiendo en la hoguera, que, en realidad, existe la traducción de lo escrito en la piedra antigua, y suelen repetirla de memoria los cuenta cuentos que cruzan Chile. Solo por impresionarla a ella, nada más, se me ocurrió cierto monólogo que atribuí al antiguo constructor de relojes de piedra, que saqué de no sé donde, y dije: “Estas rocas me han encadenado. Les he dado toda mi vida y no es bastante. Puedo no ir a las reuniones que llama el Consejo, ni a sus fiestas, ni a las oraciones de Tlal el sacerdote. Puedo no subir a las tierras altas o bajar hacia el mar con Acab y sus guerreros; nada impediría que lo hiciera. Pero en mí no hay nada fijo más que estas rocas. Ellas me matan para el mundo. -"Un hombre como usted puede hacer cosas importantes por nuestra comunidad. Para el Consejo usted es importante". Así han dicho. Y repliqué: "No existe gente importante. Solo hay quienes hablan de su importancia y quienes no lo hacen". Lo que me vuelve loco es ese carácter de obligación que pretenden imponerme. Tlal insinúa que, al menos dedique mi vida a tallar formas en la piedra que sean útiles para sus oficios rituales. A él, con su costumbre siempre igual, ¿cómo hacerle entender estas rocas y su función de medir la naturaleza, de anotar los cambios que hay en la vida o el momento en que ocurren esos cambios? A mí me parece que la tarea en que he empeñado mi existencia es tan aceptable a los ojos de los dioses como su propio trabajo. Esta formación en que he dispuesto la piedra, la forma, aparentemente son solo rocas que alguien ha moldeado y ha ubicado en forma caprichosa. Pero el entender cómo debían quedar nada más ha regido mi mente, mi cuerpo, todo yo. Cada golpe de piedra dando forma a la roca fue un golpe preciso, meditado. Para ellos es una locura. Para mí es la única razón. -"Debía dedicar sus afanes en tallar puntas para nuestras armas, como lo hacen otros, y no en golpear esas enormes rocas dándole esas formas que de nada sirven". Eso ha comentado Acab en el Consejo. Y dijo: "Debes integrarte a un trabajo como todos. Si vienen los del otro lado de las montañas, o si vienen los del mar y te capturan no serás protegido. ¿O es acaso que quieres servir de esclavo a los extraños?". Así habló Acab, y en sus ojos vi desprecio. ¿Cómo podrá él entender nunca lo que hago? Ha vivido para el odio y la fuerza; él y sus guerreros. ¡Y que cumplan bien su trabajo! Alguien debe proteger al Consejo, a Alina y sus mujeres, los ancianos y los niños... ¿cómo podrán entender lo que hago? ¿Qué sabe Acab de los afanes que han guiado mi vida? Nada. Tlal alegó: -"No te has integrado jamás a las ceremonias. Has despreciado a los dioses que guían este Consejo y la vida de nuestras gentes. Eres un extraño entre los tuyos, siempre ocupado en dar esas inútiles formas a las rocas; ni siquiera tienes a una mujer que te reconforte en las horas de desaliento". -"¿Crees acaso que todos tienen horas de desaliento?", le respondí. Y guardó silencio. Luego agregué, a toda voz para que se oyera bien: "No sé qué sensación es aquella que nombras desaliento. Ni siquiera puedo imaginar qué es". Tlal y Acab no pueden soportar que yo no sufra... con Alina es otra cosa. Para ella y las mujeres es absolutamente incomprensible el que no forme una familia. Exista o no un misterio en la hembra, lo hay en el macho. El misterio del macho está en que la hembra lo admita y pueda amarlo... si encontrara una mujer de mi misma especie, que hiciera su propia voluntad, sin justificación alguna... Alina dijo: -"Las tres mujeres que se te han dado, luego han apelado llorosas que no les prestas atención. ¿Qué tienen esas malditas piedras que te han apartado de cumplir como se espera de ti?" Así dijo la gran madre, y decidió: "¡Debes formar una familia para acabar con tus días siempre vacíos!" -"Suma Alina -me defendí-, mis días vacíos miden el tiempo, mi vida está colmada por este quehacer que me llena. No preciso depender de alguien, cohabitar con ella. De acuerdo a lo indicado, lo intenté. ¿Para qué lo hice? ¿Sólo para recordar ahora en público algo que no les concierne? Sin embargo, acepto, ¿quién soy yo para guardar secretos a ustedes? En el mismo instante en que traje conmigo a cada una de ellas, supe que no funcionaría, que nunca compartir mi vida con ellas sería más excitación que la que obtengo en mi trabajo. ¿Cómo olvidar la presencia de alguien que vive con uno de sol a sol?. ¿Si yo me olvido de mí mismo?. No sería justo para ella. Si traigo a una de tus mujeres a vivir junto a mí para olvidar que vive conmigo, ¿para qué la traigo? ¿Cómo explicarte que sólo quiero acomodar mi vida ahora para la reflexión, la concepción y la creación?" -"¡Que nos de hijos como todos los hombres!" gritaron algunas. He replicado que estas rocas son mi hijo. Y han dicho: "¡Está loco!". Repetí: "Estas rocas son mi hijo, les he dado mi vida. Y no daré a otro hijo lo que he dado a este que tengo". Acab, con la venia de Tlal, comentó: "Concedemos que un hombre de tu categoría pueda vivir sin una mujer. Pero que no tenga hijo nos parece muy grave. Además, los hombres se quejan de que cuando debemos trasladarnos a vivir del mar por las aguas que caen del cielo, tu solo te dedicas a pescar tu propio sustento y a observar las aguas, simulando algo, al igual que haces aquí, porque se te ha visto gran parte del día solo mirando las plantas y el curso del río, sin hacer nada más, excepto volver a tus rocas sin sentido. No pareces uno de los nuestros". Estoy de acuerdo en que debemos ser cada vez más, o terminarán por esclavizarnos los del otro lado de la cordillera o los que vienen del mar. Pero es que en este mundo en que vivimos no podría tener un hijo que fuese tal como yo lo quiero. Ahora me convenzo de que llegaría a él este obligatorio vínculo de hacer lo que se espera de uno; se haría picador de piedra para hacer las armas o constructor de altares, guerrero o sacerdote. Y lo despreciaría. No lo podría soportar sojuzgado y lo odiaría con feroz odio. Quién sabe si lo mataría. No puedo arriesgarme. Tal vez una madre puede dividir su amor entre muchos hijos. Pero yo no soy una madre. Tal vez un padre puede jactarse de fortalecer a todos sus hijos sin debilitarse. Pero yo no puedo. Ello haría desviar parte de mi fuerza y perdería la concentración que necesito. ¿Podría reprochármelo? Me convertiría en un desdichado cuando he sido siempre feliz. Una familia, ¿podría sentirse feliz guiada por un desdichado? No ¡nunca! -"Es preciso que no me obliguen a ser como ustedes -supliqué-. No tengo nada en contra de ustedes; es sólo una incapacidad mía. Es preciso que lo por venir continúe abierto para mí. ¿Debo alegar que lo humano es simple y matizado?. También hay cosas más allá de la familia, la guerra y los dioses. Si me obligan a abandonar lo que hago, mi vida adquiriría la proporción de una catástrofe". No es sorprendente que mi exposición les parezca singular. Uno es singular. No es jactarse, al contrario; en lo personal siempre he intentado suavizar las diferencias que nos separan, de no exaltar lo que me distingue de ellos. Solo yo mismo se todo el esfuerzo que debo hacer para imaginar los sentimientos de Tlal y Acab, que en manera alguna experimento. Los niños suelen venir, temerosos, a curiosear mientras trabajo; algunos se atreven a acercarse y preguntar por qué dispongo así las piedras: les explico como puedo que sólo quiero medir el tiempo que pasa y les anuncié que hoy se los probaría; algunos de ellos me rodean, los más tímidos no se acercan, pero los veo observándome desde la distancia. Yo me siento más cerca de cualquiera de estos niños que de todo el Consejo. Nunca sufrí con mi singularidad, hasta ahora, en que la padezco. Estas rocas me han desterrado, pero en vano sería intentar hacer otra cosa que no fuera moldearlas para mi fin: mi cabeza se ha escapado lejos. Sin embargo, debo sobreponerme. He cometido el insensato riesgo de crear un ser, y este ser -así lo entiendo- ya está hecho. Me entretengo con su compañía, aún cuando para comprobarlo no hay experiencia bastante, aparentemente, no lo sé... es verdad que hasta ahora no me detuve a pensar en los riesgos que corría. Solo hice. Pero no debo jugar con lo aparente: si no convenzo al Consejo quedaré a disposición de ellos. ¿Por qué se me exige justificar lo que no tiene explicación? ¿Es que la cantidad de tiempo que uno vive no importa nada? ¿En otras partes alguien pensará lo que yo pienso? Podría irme, es cierto, pero si vivir entre bárbaros es una pesadilla, peor es servir de esclavo en otras tierras. Lo importante ahora es no hostigarlos. Si los asedio se crisparán, y entonces... debo convencer al Consejo, o mejor, debo convencer a Tlal, Acab y Alina, que dominan al Consejo. Tengo que combatir contra la estupidez del Consejo dando una prueba irrefutable, o estoy perdido. Para mí es el comienzo del tiempo; para ellos son unas rocas dispuestas caprichosamente. Esta es la única forma de ganarles por sorpresa, mostrarles una cualidad del ser que he creado, dar una prueba de sus habilidades, igual como Acab hace de sus guerreros, Tlal de su casta sacerdotal y Alina de sus mujeres. Si todo ocurre como creo que ha de ocurrir, no tendrán dudas de que mi quehacer tiene sentido. -"Pondrá orden en nuestros asuntos -digo con toda mi voz-. Vamos a saber en qué momento es mejor tirar las redes cuando vamos al mar, o subir a las montañas cuando no está la nieve infranqueable, podremos organizar nuestro trabajo en un orden mejor. Sabremos cuando vendrán las lluvias y madurarán las raíces, la llegada y huida del gran ojo brillante del día, su paso por el aire, su mayor intensidad y la mínima. Podremos acabar señalando los tiempos propicios, y los de desgracia para prevenirlos. Ahora os digo: Aquí-comienza-el-tiempo..." frase esta última que me salió un poco afectada, pero de muy adentro, y me escucho seguir: "...en fin, servirá cualquier juego de rocas, cortadas y ubicada en la misma forma en que he puesto las mías. Consultadas en el mismo instante marcarán siempre, pero siempre lo mismo. En estas piedras sólo he copiada la armonía de la naturaleza..." En los ojos de Alina, la gran madre, veo suspicacia de que mi rutina de dar forma a cada roca es una rutina aparente. Dos de sus mujeres discuten cuchicheando... una de ellas es Tegualda, la bella hija de Acab, quien parece entender lo que digo... ella misma dirige al grupo de hombres y mujeres que tallan nuestras palabras en la piedra, algo que no es tan diferente de mi trabajo: al igual que en mi trazado circular, ellos utilizan un grupo de signos que ubicados de manera distinta en la talla pétrea significan las palabras que hablamos... Tegualda tiene la misma fortaleza de su padre, aunque además es inteligente... sus ojos son dos brasas que parecen como las estrellas... ahora sé que sus ojos los he visto en mis sueños... en cambio, en los ojos de Acab y Tlal veo la dificultad de mi empresa, los hombres me observan ladinamente, en el fondo creen que soy un inútil... si no sucede como he previsto, dirán que tienen razón ellos y me obligarán a unirme a sus afanes, que no tienen el menor interés para mi. He dedicado a mi trabajo lo que llevo viviendo, y le dedicaré gustoso lo que me queda de existencia... si me dejan. ¿Lo entenderán como lo entiendo? Tlal y Acab pueden destruir lo que hasta ahora he logrado, y solo yo se a que precio lo he librado de mi mismo... "Porque la luz proyectada en la sombra a su paso entre las rocas marca cada cambio de la naturaleza, cada nuevo despertar del gran Sol y la llegada de la oscuridad, la ubicación del brillante ojo circular de la noche, cuando es redonda la Luna o de las formas que toma, el tiempo en que transcurre cada vez que se hace ojo lleno... observen que son 25 piedras: 24 dispuestas en la forma del gran ojo brillante del día y una gran roca central alargada que la acerca a lo alto... su forma la encontré observando un tronco caído... de pie refleja su forma en cada una de las otras de acuerdo al paso del gran Sol o la madre Luna. Cuando ninguna refleja su sombra, es justo el medio día, el instante en que el gran ojo brillante del día está más alto sobre nosotros. El día y la noche las he dividido en estas 24 piedras: cada una de ellas es una medida de tiempo que transcurre. Vean que las líneas talladas en cada una suman sesenta, y cada vez que la sombra de la roca central oscurece cada línea, transcurre una fracción menor de tiempo. Cuando la sombra oscurece toda la piedra, ha transcurrido una fracción mayor de tiempo. Cuando la sombra oscurece doce piedras, es la mitad del ciclo: comienza la influencia del cielo en el mar, en las siembras. La mitad de mis rocas mide la luz. La otra mitad, mide la oscuridad. De la gran roca central se proyecta en su sombra el tiempo que dura la vida, las intensidades del mundo..." -"¡Y eso qué!" -gritó una voz enemiga. Respondí: -"Consultándola, podemos saber el tiempo que transcurre entre el nacimiento y la muerte de las flores, que puede sonar cursi, pero resulta que nosotros no somos menos efímeros que las flores. Nada vivo y bello es jamás permanente. Sabremos cuánto vivimos, lo que se le permite vivir a cada quien... vamos a saber exactamente cuando sembrar y prepararnos a la cosecha, el tiempo preciso cuando caigan las aguas para prevenir las inundaciones que nos obligan a vivir del mar, donde la pesca, sabemos por experiencia, es mejor en cierto tiempo, ahora lo podremos medir ese tiempo y sabremos con precisión cuándo tirar las redes..." Insistí. ¿Qué me importa a mi el Consejo? ¿Qué tengo que ver con ellos? Mi alimento lo tomo del mar o las tierras altas, hay frutas por doquier, las verduras crecen naturalmente entre mis rocas, aquí tengo todo a mano, y del frío me cubro con mis propias pieles. No necesito más. Sin embargo, si no les convenzo me expulsarán. ¿Lo podrán entender? Les he dicho todo lo que puedo explicar de mi trabajo, he hablado con pasión, sin dejar un instante la seriedad, sinceramente. ¿Entenderá tal maravilla el Consejo, todo el pueblo, si ni siquiera yo aun se que pasará, si ni siquiera yo mismo se qué he inventado, si solo ahora también voy a saber si funciona este hijo mío con precisión? ¿Cómo explicarles esta torpe explosión de mi interior? -"Mirad todos donde está el gran ojo del día que brilla sobre vuestras cabezas -digo con autoridad-. Ahora mirad donde está la sombra en mis piedras. En el momento en que la sombra llegue aquí, donde he marcado, ocurrirá lo que he anunciado..." Y ante todos, como afirmé, cuando la sombra llegó a la línea marcada, comenzó a oscurecerse el gran Sol, y vino la noche al medio día. Y como había calculado, volvió nuevamente la luz junto con la sombra del gran ojo de la noche que cruza escapando de la piedra número doce. No me equivoqué. Sucedió el hecho tal cual hace diez, veinte, treinta años, justo hoy día. La Luna cruza entre nosotros y el Sol... eso es todo. Todos se han puesto muy serios. Son unos niños. Tlal y Acab tienen gestos que solo he visto en los niños: ahora mismo dejan arrastrar sus manos por mis rocas, como si la forma que he tallado en ellas pudieran, por sí solas, explicarles lo que aún yo mismo no entiendo. Estoy de cierto feliz. Todo ha venido en mi ayuda. Además del eclipse, ha ocurrido otro fenómeno que no esperaba. Yo también me asusté pero hice como si nada. El Consejo, las mujeres, los hombres, todo el pueblo ha visto a Tlal y Acab como se han impresionado cuando pareció encolerizarse el cielo y apareció un relámpago casual. Vino el gran ruido, ancho y largo que rebotó en mis rocas como si las bautizara el cielo, un ruido como sería el del mar si se quebrara en dos. Lo divertido es que los niños ni se inmutaron, para ellos todo es parte de lo que prometí enseñarles; se rieron entre ellos al ver asustados a Tlal, los sacerdotes, Acab y sus guerreros, quienes se han quedado murmurando sin que nadie más los escuche. Acaso piensan que si supieran cuando ha de repetirse el hecho, podrían utilizar lo que saben para impresionar a los extraños de las tierras más allá de las montañas o a los que vienen del mar... quizás si hasta se les ocurra ir a las islas y aparecer ante las gentes en el momento preciso... Ahora se han retirado todos a deliberar. Solo los niños juegan a alrededor mio. Estoy conmovido por este instante que no entiendo pero que sé, sin embargo, mío; es algo profundo y callado lo que siento. Observo al grupo y veo a Alina: su mirada ha cambiado y es de franca aprobación. Parecen las mujeres tan silenciosas como nunca antes. Solo se escucha entre ellas la voz de Tegualda la hija de Acab que responde con seguridad lo que preguntan algunos, se ve segura, y oh dioses, me ha mirado con esos sus ojos, ¿cómo no me había detenido antes en ellos?... Los hombres discuten. Los ojos de Tlal y Acab pasan continuamente de la minúscula tiranía al susto. Han adoptado su aire falso: miran de costado. Los siento respirar mansedumbre conmigo y ferocidad con los otros del Consejo que tanto han hablado en mi contra. Ya se acercan... traen una sonrisa torpe en sus rostros. -"Nos parece que la situación se presenta bastante bien para usted, la comunidad cree que merece protección..." Hipócritas. Ya no les oigo. Podré seguir mi oficio. Cuando pase muchas veces el ojo del día por las cuentas de mis piedras, cuando pasen muchos ojos de la noche, cuando yo y los otros ya no estemos, mis rocas que miden el tiempo aún estarán. Quizás si ahora puedo pensar en eternizarme yo mismo y fundirme en esos ojos, que Tegualda la hija de Acab trae un jarro de agua fresca de la vertiente y se dirige a mi sonriendo...” Hablaba yo anoche con gran pasión, recorriendo su cuerpo. Pero sólo cuando se vino la noche oscura sobre la noche, cuando el fuego ardiendo de los leños y la luz de la luna se apagaron de súbito anuladas por un viento fuerte y algo indescifrable que cruza, con el sólo batir de alas anunciando los cóndores que rara vez cruzan juntos tapando la luna, hacia su nido de amor, después de la impresión que produjo el hecho, al finalizar yo mi narración, sólo entonces fue que logré que me viera a los ojos la mujer cuenta cuentos de formas ondulantes que me sedujo. La vi erguirse y dirigiéndose a mí, trayendo su jarro de agua fresca, llenó su propio vaso y lo puso en mis manos vacías. Hoy, al despertar en mi tienda en la caravana, la miré y cuando terminaba de oler su aroma que también la hace única, justo, entonces, ella abrió los ojos, y le dije: -Cuando me haya ido para siempre quiero que pongas bajo mi cabeza esta bolsita que guarda un rollito de seda en que escribí, envuelto en tu olor y el que se filtra del mar y los eucaliptos que suben a la cordillera, todos los nombres secretos que te susurraba mientras mis manos recorrían tu cuerpo esbelto y ondulante. (c)Waldemar Verdugo Fuentes.