19 de marzo de 2008

EN UN OASIS DE ATACAMA

SIN QUE EL FUEGO TE QUEME

(Un apunte al margen)
En el Oasis de Pueblo Hundido, una noche, de pronto, viví una experiencia mística. Nos habíamos reunido al aire libre en el plano arenisco frente al salón comunal del oasis, que anuncia cuando el desierto de Atacama se interna y cruza los Andes por el Paso del León Muerto. Es común que las caravanas en su trayecto visiten estos oasis del camino, que en el desierto de Chile no son pocos, y hoy conforman poblados pequeños que cuentan con luz eléctrica, agua potable y todos los adelantos accesibles a través de la comunicación satelital. Sin embargo, tienen sus propias costumbres ancestrales. Esa noche, acompañaban nuestra caravana las fuerzas vivas del oasis de Pueblo Hundido; estaban el alcalde y los concejales con sus esposas, el matrimonio de profesores de la escuelita y el médico con su mujer, la enfermera del modesto hospital y sus hijos; había mercaderes, el cura del templo y otros vecinos ilustres. Estuvimos escuchando primero canciones tradicionales chilenas, tonadas, cuecas, payas, norteñas, luego pequeñas piezas musicales en que se utilizan los más variados instrumentos, incluso algunos poco conocidos que dejaron de legado en la zona sus habitantes prehistóricos; era todo muy armónico. Bebíamos té negro o café con pisco, luego de la carne asada con pebre y pan amasado, sin hacer demasiado caso a la música. Fue entonces cuando la orquesta local se retiró y entraron los instrumentos de viento, las quenas, zampollas, flautas, que eran de todas las clases conocidas: grandes, pequeñas, de madera, de barro, conchas marinas... las tenían hombres que, en general, pasaban de los sesenta. Serían -creo yo- los más viejos del pequeño oasis en el desierto; gordos y pequeños unos; otros altos y delgados; pero todos con algo en común: un extraño sentido del ritmo, de la intensidad del sonido, del soplo, de la voz. Toda la sala comunal pareció de pronto quedarse hundida en aquellos sones. Sentí que todos nosotros -los que veníamos en la caravana, el alcalde y las personalidades, todos los allí presentes y yo mismo- comenzamos a vibrar, sin quererlo, como el viento que se eleva en el desierto y sube a la cordillera o baja al mar; sentí que los huesecillos de mis oídos comenzaron de algún modo a golpearme el cerebro, impidiéndome pensar y hasta comprender ninguna cosa que no fuera el sonido musical de los instrumentos de viento que lograban con sus labios los viejos, vestidos de mantas de lana cruda. En esos instantes fue cuando distinguí al hombre. Más que fijarme en él, llamó mi atención el revuelo que comenzó a armarse en torno suyo. Luego le vimos comenzar a bailar despacio, agitando los hombros, con la mirada perdida en las estrellas muy cercanas del cielo atacameño; seguía el ritmo de los instrumentos y la música del viento y no había nadie más a su alrededor, nada más que aquél sonido largo que atravesaba los tímpanos y tensaba la memoria como las cuerdas de un arco.
-¡Quiere fuego! ¡Háganle espacio! -gritó alguien, no se quién. Pero inmediatamente, tres o cuatro se levantaron abriéndole camino hacia la hoguera que todos rodeábamos, y el hombre entró en los leños ardiendo sin dejar de bailar frenéticamente, agitando sus hombros y todo su cuerpo. Aquella danza dentro del fuego, lejos de quemarlo, le dio fuerzas. Sus piernas se volvieron más ágiles, sus ojos se abrieron de par en par mirando a las estrellas, mientras los labios de los viejos se afinaban en los instrumentos de viento. El danzante en el fuego se hizo ritmo y movimiento, viento y euforia. Por unos minutos dejó de ser humano para hacerse torbellino cósmico vencedor del fuego. El hombre se elevó de las llamas de fuego y bailaba levemente suspendido en el aire, luego bajaba y sus pies dispersaban millones de chispas de luz candente, volvía a ascender y sus movimientos eran gráciles sin dejar de ser fuertes y decididos mientras parecía brotar del fuego. Luego, en un transcurso de tiempo sin medida, se hizo pura vibración, en un remolino de gritos, de movimientos perdidos entre sudor y convulsión rítmica cada vez más agitada. Hasta que súbitamente se elevó en manera fenomenal y quedó suspendido en el aire varios segundos sobre el fuego. Yo lo vi. Los instrumentos callaron. Hubo un silencio espeso y el danzarín de un salto fenomenal salió de su espacio propio sobre las llamas de fuego y se detuvo con la música, con los ojos en blanco, como si se le hubiera escapado el aliento vital. Dos o tres hombres lo sostuvieron y el hombre cayó entre sus brazos como muerto, como ajeno, pero sin un mínimo rastro de su cuerpo o ropa quemada. Lo sentaron en una manta en la arena y batieron una hoja de palma en su rostro, rojo como el fuego que no lo había quemado. Poco a poco, con lentitud de siglos, el hombre volvió en sí. Los ojos se le revolvían inquietos, como asustados de ver gente en torno suyo; como tristes también, muy tristes -y aquí creo que estaba su secreto- por regresar de nuevo a esta dimensión humana. Aquel hombre había hecho un viaje a otra parte o, al menos, una parte de él se había desplazado y le había abandonado por unos momentos. Era como un borracho sin beber vino, porque jamás le vi beber ni siquiera un sorbo de pisco; estaba satisfecho sin haber comido; algo en él lo hacía parecer como un rey después de haber vencido, y vestía apenas de campesino del desierto. Este hombre se había pasado sin solución de continuidad del éxtasis a la catalepsia, sólo ayudado por la música del viento.
El intelecto se había vuelto un estorbo en el oasis de Puerto Hundido: no había respuestas. No había sentido común en lo que vimos; la lógica estaba ausente, y en su lugar reinaba la paradoja, la falta de sentido, el acto sustancialmente irracional de entrar en el fuego sin que el fuego te queme.