2 de marzo de 2009

EL SENTIDO DE LA VIDA.

DE LO INMANENTE Y LO TRASCENDENTE.
Por Waldemar Verdugo.

Nuestro planeta y el cosmos avanzan hacia la muerte como todo ser vivo, que nace destinado a desaparecer tal cual un gusanito verde o como el hombre: el más alto cerebro, la más compleja e inteligente forma posible. Todo lo que alienta, se sabe, es reflejo de cierto gran latido que brota de la naturaleza y es también su consecuencia. Sabemos, entonces, el final de todo lo creado. Desentrañar el sentido de este orden, su origen resulta de lo más difícil. El sentido de la vida es la angustia principal que acecha en nuestra existencia, y, por lo mismo, de lo más complejo de entender, por lo huidizo y decisivo. Aunque hay algunos que dicen que es algo tan simple como una gota de agua. En ambos casos se dice que el desentendido de este sentido básico, carece de propósito en su vida, desvertebrando, de alguna forma, a toda la raza. Que este sentido es lo que hace de un hombre o una mujer a una persona, capaz de asumir responsabilidades y de enfrentar el riesgo de tomar decisiones.
Desde siempre se ha intentado explicar el sentido de la vida, pero sólo ha sido posible delimitar su periferia -que dura el tiempo de la existencia individual- permaneciendo en la antesala de su razón y enigma. Este sentido pareciera estar formado de cierta materia atmosférica, de una esencia sutil que, cual la niebla, escapa de nuestra mano entre los dedos. Con muchos ojos que nos impiden mirarla directamente porque, es cierto, son ojos que parecen estar en todo lado: hay tanto que ver, pero es como si se nos permitiera mirar sólo de reojo, para que entendamos nada más en parte tan cual círculo concéntrico, que nunca se estrecha para aprehenderlo. Este sentido vital es lo más difícil de indagar por tratarse aquí del mismo hombre cuestionado: es uno mismo la interrogación. Porque, a pesar de ser sabido, es bueno recordar que es uno mismo la mayor incógnita del hombre; somos la pregunta y la respuesta. Y en este espíritu inicio estas líneas al respecto: con cierta fe de que en nosotros mismos está la respuesta.
Sabemos que el vocablo “sentido” se refiera a una sensación que puede provenir del mundo exterior o del propio organismo. Por extensión lo empleamos para designar un juicio lógico de los hechos y también para aludir a un sentimiento, es decir, a la experiencias interna. Es esta última definición del término la que se utiliza al hablar de un sentido de la vida. No es, entonces, una idea o una reflexión, sino la conciencia de la existencia, similar a la que ocurre con el amor, el placer o las ráfagas de felicidad que, siendo inefables, iluminan desde dentro la opaca rutina en que pareciera transcurrir lo cotidiano. Como todo lo esencial del hombre, pertenece a esa zona semi-inconsciente de lo anímico donde se incuban y germinan nuestras emociones. A esto se refería Miguel de Unamuno cuando escribió que no basta pensar y hay que sentir nuestro destino, insinuando que el sentido de la vida resulta inasible para la mente porque sólo se le puede intuir ser-adentro.
Y es en este ser-adentro donde ciertos individuos neutralizan sus instintos de conservación y se suicidan, protagonizando estadísticas espeluznantes, cuya agudización indujo a las Naciones Unidas a crear, sólo a partir de 1970, una serie de pautas para preservar la vida de este flagelo, indicando, primeramente, a todos los gobiernos de la Tierra a crear instituciones especializadas para estudiar y remediar en parte sus consecuencias. Anotemos que sólo unos meses antes de que se iniciara la década de 1970 la Organización Mundial de la Salud, alarmada por las estadísticas de suicidas en la época, en sus “Cuadernos”, ofreció por primera vez en la historia un panorama mundial del fenómeno, así como un informe de prevenciones básicas. Sin embargo, en ese primer intento formal no se incluyen datos de China, por ejemplo, pero a partir del año 2000, cuando todas las estadísticas se conocen universalmente, podemos decir que los datos no varían y hoy sabemos que el suicidio ocupa el tercer lugar entre las causas de muerte en los países industrializados. En los países que están saliendo de su fase de subdesarrollo, como los latinoamericanos, las estadísticas disminuyen sin dejar de ser alarmantes: en cada uno de los países, desde México a Chile, se suicidan unas cinco personas cada día, siendo la causa más importante de índole sentimental, en los países industrializados la principal causa es económica, y en ambos la edad crítica entre los 36 y 45 años. Entre los esquimales de Norteamérica es todavía práctica el suicidio voluntario de ancianos desvalidos, que se dejan morir de frío acurrucándose a dormir a la intemperie, lo que si pensamos un poco también se incluye en las estadísticas policiales de cualquier sitio poblado de nuestra civilización. En algunos países como en Japón los llamados “bonzos” utilizan el suicidio como forma común de protesta social, y en otras regiones el fenómeno tiene carácter ritual, como mujeres que se inmolan junto al marido difunto en India.
Se dice que al suicida lo induce su falta de sentido vital, que se traduce, en la práctica, a través de ese conjunto de deseos y motivaciones que forman el proyecto personal, el quehacer de cada individuo, aquello que nos distingue y nos diferencia de los otros como personas distintas cada cual en el fondo arquetípico de lo humano. Desde esta perspectiva podemos afirmar dos niveles del sentido vital: el primero es un plan de propósitos concretos que ordenan y articulan la silueta humana, y el segundo ciertos valores y enseñanzas adquiridas que la impulsan y de donde surge esa coincidencia con uno mismo, si se puede decir así, que en condiciones normales dará origen al gusto por la vida. La pérdida de este sentido de lo vital es siempre patológica, porque el ser humano está hecho naturalmente para vivir, y se observa en las alineaciones mentales y en enfermedades como la esquizofrenia, que quiebra el interés por vivir, o en ciertas depresiones donde la persona es envuelta por un pesimismo sin salida. En ambos casos se trata de lo que se llama locura afectiva, pues los sentimientos, aún cuando no son juicios lógicos, implican cierto raciocinio que puede ser adecuado o insensato, según el ajuste con el significado objetivo de la realidad. El sentido de la vida también brota de manera espontánea -cuando no es un proceso interior- por una experiencia excepcional, que, se sabe, a todos ocurre una o varias veces en la vida, como la reacción del duelo por un ser amado. Y también en ciertos casos de rara honestidad, cuando se asume con toda la tragedia que significa vivir para morir un día, asumiendo, como lo hizo Albert Camus, la convicción de que “el hombre es un ser absurdo”, y sin esperanzas, ya que, privado de toda trascendencia, se convierte en un “destino inútil”, donde el único acto consecuente sería el suicidio. Jorge Luis Borges se preguntaba a veces si ya no estaría muerto porque le aterraba la idea de la inmortalidad, y creía que era suficiente con tener “cierto sentido ético de la vida” y la “esperanza de morir entero”; al final de sus días decía que había dejado de pensar en suicidarse porque a su edad era sólo cuestión de esperar un poco. Calderón de la Barca, sin más, la niega como una realidad: “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, donde un gran bien es pequeño, que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son.” Otros, que no se sienten vivir en el desamparo, ni practican el existencialismo ateo, habitan en el anhelo y en la certeza de cierta proyección futura, sin cuya creencia, independiente de lo religioso, la vida del hombre sería, como lo señala Shakespeare, “sólo un cuento relatado por un idiota, lleno de palabrería y frenesí, pero sin sentido alguno”. Destacando un sentido amable, como Burke: “La vida es bella y vale la pena vivirla, sea cual fuera su final. Hay mucho que ver y que hacer todos los días. Hay vino y cosas que comer. Y escaparates que contemplar. Y amigos que esperan que nos acerquemos a ellos. Y libros que leer y música que oír.” Para Charlie Chaplin: “La vida es una cosa magnífica, es una cosa maravillosa si no se le tiene miedo.” Hay quienes ven el sentido en la actividad, el trabajo nuestro de cada día, como Gabriela Mistral, para quien “sólo Dios debe ser más importante para el hombre que su oficio.” Kant escribió: “Dormía y soñé que la vida era bella; desperté y advertí que la vida es deber.” Para Santayana: “La vida no se ha hecho para comprenderla, sino para vivirla.” El sabio Séneca afirmaba: “La vida es corta; pero a juzgar por la obra de los que han sabido trabajar bien, es larga.” Para el práctico Lawrence el oficio es necesario sólo como medio, porque “la vida interior necesita una casa confortable y una buena cocina.” Para Oscar Wilde: “Mucha gente derrocha neciamente su vida en la acumulación de las cosas y de los símbolos de las cosas. Y eso no es vivir. Porque el sentido vital es lo más raro de este mundo, pues la mayor parte de los hombres no hacemos otra cosa que existir, sin sentido.” Otro desalentado, André Maurois escribió: “Nada tiene sentido: vivimos como en un juego del que nadie puede en un momento retirarse, llevándose las ganancias.”
Sin embargo, definitivamente el hombre no es un ser absurdo, sino trágico por la conmovedora lucidez de la conciencia de nuestros límites, por la honestidad de nuestras pasiones y por la ética de nuestros actos. Porque lo humano es un horizonte abierto hacia la novedad y, por lo mismo, un proyecto siempre inacabado de sí mismo. Por esto es que el sentido de un hombre no está en lo que ha sido, ni siquiera en lo que es, sino en lo que desea y se propone ser. No somos esclavos de nuestro pasado. Somos forjadores de nuestro porvenir: aquí radica la nobleza de nuestra libertad y señorío humano, en la capacidad de desbordar constantemente nuestra historia, personalidad y biología.
Dentro de los límites razonables, parece obvio que todo lo que hace o deja de hacer el hombre, todo lo que estima y valora, es porque supone que lo hará feliz. No puede ser de otro modo desde el momento en que la felicidad es la condición plena de nuestra normalidad, que se logra, independientemente de las condiciones exteriores, cuando la vida nos expresa su verdad profunda coincidente con la genuina y auténtica vocación, en que se expresa, justamente, la búsqueda de la felicidad, que a través del proyecto vitan individual en su sentido de experiencia conciente se refleja en lo que se ha definido como lo inmanente y lo trascendente. Lo inmanente se refiere a todo lo que se refiere al marco estricto de lo personal. Lo trascendente, en cambio, desborda el “sí mismo” hacia la realidad de los otros. Lo inmanente da a la vida un significado a lo grato, favorable y placentero. Pero el hombre necesita vivir la totalidad de su experiencia, lo que le otorga el sentido trascendente de la vida, que le da el significado para la dicha y el infortunio, en que se percibe una dimensión espiritual de la existencia, donde pueden tener sentido el dolor del cuerpo y la tristeza del espíritu individual. Quienes tienen fe religiosa poseen cierta certeza en un designio sobrenatural que, en la lógica de un propósito divino, también comprende la explicación a la enfermedad e incluso a la muerte, como el revés de la vida, con su propia existencia ajena a nuestro sentido, enmarcados sus actos en cierto temor a lo divino. Este temor de Dios es, también, el mismo que induce a ciertos pensadores a rebelarse a la vida por ser su explicación al final insoslayable.
Siempre el suicidio parece ser una cobardía para enfrentar la vida como sea que nos toque vivirla, pero nadie duda que la historia está escrita con la sangre derramada de toda la raza. Nunca suicidarse es fácil como lo ansiaba el poeta campesino de Escocia Robert Burns (“que fuera posible renunciar a la vida como quien renuncia a un empleo ingrato”). Sin embargo, muchos escogieron este camino dramático, que suma nombres históricos: Cleopatra, Temístocles, Sócrates, Zenón, Diógenes (y su descendiente Peregrino), Nerón, Marco Antonio, Diocleciano, Aníbal, Rodolfo de Habsburgo y la dulce María Vetsera, Vincent Van Gogh, Hitler, Yukio Mishima y Yasunari Kawabata, Anne Sexton y Sylvia Plath, Tchaykovsky, Ernest Hemigway, Alfonsina Storni, Tennessee Williams, Leopoldo Lugones, Cesare Pavese, Mariano José de Larra y José María Arguedas, Lupe Vélez, Kurt Cobein, la genial Virginia Woolf y la más alta estrella del cine: Marilyn Monroe. Existen otros suicidas llamados vocacionales: el más famoso es Eróstrato, que era un pobre hombre dedicado a llevar el ganado en las afueras de la ciudad de Éfeso, en el Asia Menor. Secretamente aspiraba a pasar a la Historia, y el día 21 de julio del 356 a.C., fue a la ciudad y se dirigió al lugar más famoso, el Templo de Artemisa. A la vista de todo el mundo, prendió fuego al edificio, y se quedó a contemplar como ardía. Capturado y torturado confesó haber desencadenado el incendio con el único fin de que no se olvidase su nombre. El emperador persa Artajerjes ordenó su ejecución inmediata, y ordenó, además, que nadie osara divulgar su nombre, para disuadir a futuros suicidas de intentar hazañas semejantes, pero no lo logró: de él vienen los que acabaron con la vida de John Lennon, la hermosa Sharon Tate y Versace, así como los mercenarios que acabaron las torres gemelas de Nueva York, entre muchos. En Chile el panteón de suicidas está presidido por dos presidentes: José Manuel Balmaceda y Salvador Allende, por escritores como Joaquín Edwards Bello, Pablo de Rokha, Magdalena Vial y Adolfo Couve, y por una artista excepcional como fue Violeta Parra.
Frente a la mayoría religiosa y aún atea que ha condenado el suicidio, destacan otros apologistas como Voltaire, quien escribió: “Cuando se ha perdido todo, cuando ya no se tiene esperanza, la vida es una calamidad y la muerte un deber.” Nietzsche escribió: “Hay casos en que es indecoroso seguir viviendo. Se debe morir orgullosamente cuando ya no es posible vivir con orgullo. Siempre consuela pensar en el suicidio: de esta manera se puede sobrellevar más de una mala noche”. Y Schopenhauer: “Nada hay en el mundo a que el hombre tenga más indiscutible derecho que a disponer de su propia vida y persona”. El genial Ludwig van Beethoven pensó muchas veces en el suicidio, y decía: “Hace mucho tiempo que me hubiese suicidado de no haber leído en alguna parte que es pecado quitarse la vida mientras pueda hacerse todavía una buena acción”.
En esta reflexión introductora debo referirme al sentido de la vida aquí y ahora, cuando asistimos, sin lugar a dudas, a una delicada fase de la cultura humana que es producto del desequilibrio que ha producido el extraordinario avance científico y técnico, y nuestra capacidad para manejar responsablemente los riesgos que implican el conocimiento. Un desequilibrio que es consecuencia necesaria de nuestra cultura hedonista de logros y exterioridades en que se valora el éxito, el confort, el placer y los bienes materiales como sinónimo de sentido vital: Bergson ha escrito que “la humanidad gime bajo el peso de su progreso”. Sin embargo, creo que ahora, cada vez más, cuando han comenzado a derribarse las fronteras en todos los sentidos, hoy se entiende más que el sentido vital de nuestra civilización ya no es sólo un problema estadístico social, moral o religioso sino de sobrevivencia. Porque ahora no se trata de quién tiene más o menos poderío bélico, soluciones políticas o económicas, sino de que nuestra civilización, toda entera ella comunicada sea capaz de despertar a una nueva conciencia a la altura de los tiempos. Y lo más posible es que este desarrollo tecnológico, más cerca que lejos, termine siendo otra herramienta más a la manera ancestral de los inventos humanos, con una diferencia: el acceso a la información para todos.
Cuando el hombre está informado puede decidir en consecuencia, y sin dudas, accede a cierto sentido de lo humano que hasta ahora no estaba al alcance de todos. Porque no es lo mismo oír hablar de una guerra lejana que verla en vivo y en directo por la televisión, accediendo al sentir de un pueblo devastado, enfrentando al espectador entre la posibilidad de ver el hecho con ese ideal superior del alma del que nacen las cosas o seguir en la embriaguez del que nada le importa y esa noticia sucede en un punto lejano; ahora podemos conocer y decidir entre la mera apariencia de banas idolatrías o los secretos del mago al alcance de todos. Es la nuestra una época crucial. La normal madurez humana, de acuerdo a los anales históricos, requiere de un paulatino cambio de las motivaciones y de los intereses de acuerdo con la edad. De no ser así la existencia se experimenta como una progresiva frustración y la pérdida de un sentido en la vida. Pero si nuestras aspiraciones se van modificando de acuerdo a las necesidades del paso de los años, cada nueva etapa de la vida puede ser mejor que la anterior, a manera de ofrenda del exterior al interior del ser mismo, transformada la vejez en sabiduría que prepara para entender esta oportunidad única de que se vive en un mundo en el cual, más tarde o más temprano, no participará, pero hoy se vive con dignidad, porque todo tiene su momento y su hora está escrito en el Eclesiastés: “Hay un tiempo para recordar y un tiempo para olvidar. Un tiempo para vivir y un tiempo para morir.”
(C)Waldemar Verdugo Fuentes
Fragmento de “El sentido de la vida”.

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